Foto/Emerson Flores
Uno de los daños colaterales de las capturas que son arbitrarias en el régimen de excepción —o capturas por “error” como las califica el presidente Nayib Bukele— es la agudización de la pobreza de las mujeres en El Salvador y que la brecha de la desigualdad se hace más grande. La mayoría de las mujeres que aseguran que sus familiares no son pandilleros y que fueron detenidos de forma arbitraria, también viven en zonas estigmatizadas y con pocas oportunidades de empleo. A esto se le suma que tras las capturas de sus compañeros de vida o hijos, adquieren una carga económica extra de conseguir dinero para la alimentación en las bartolinas y para complementar lo que el hogar ha dejado de percibir.
El reloj marca las 6:00 de la mañana de este martes 5 de abril. Es temprano y la ventanilla de información de las bartolinas policiales de la calle Concepción de San Salvador, mejor conocidas como “El Penalito”, ya colapsó. Así que las miles de mujeres que han llegado para preguntar sobre sus familiares detenidos en las redadas del régimen de excepción, más las que se van sumando minuto a minuto, no obtienen respuestas. Algunas, de hecho, ni las atienden. La mayoría asegura que sus familiares no tienen relación con pandillas y que nunca han delinquido. Que los fueron a sacar de sus casas, de sus lugares de trabajo o mientras andaban de compras. Algunas de las mujeres denuncian que los policías y soldados fueron tan violentos que golpearon a sus compañeros de vida o hijos, mientras los capturaban, y no quisieron escuchar razones ni argumentos para entender que eran personas inocentes. A pesar de las explicaciones, las autoridades exhibieron en redes sociales a algunos de esos familiares como “terroristas”.
Esta mañana, las mujeres se aglomeran en la calle, esperando que el tiempo pase y al menos logren saber si sus esposos, hijos u otros familiares están detenidos adentro. Con esa mínima información, podrían estar aliviadas y juntar un par de dólares para pagarles uno o dos tiempos de comida, en el comedor autorizado por la Policía Nacional Civil (PNC). En “El Penalito” no hay comida para los detenidos, así que solo comen aquellos que tienen familiares que pueden pagar por su comida.
Algunas de esas mujeres, según comentaron a GatoEncerrado, faltaron a su trabajo este día, abandonaron sus ventas, dejaron de ir a lavar ajeno o limpiar casas para estar aquí, ignoradas o frente a una ventanilla más inútil de lo que parece. Eso significa que dejaron de percibir el sustento diario. En otras palabras, para una familia que sobrevive con lo que consigue cada día, esto es profundizar su crisis, su hambre. Por si eso fuera poco, todo empeora si esas familias dependían de lo que ganaban las personas capturadas en las redadas. Otras mujeres están aquí con sus bebés en brazos, porque no tienen a nadie que cuide a sus hijos.
Sobre esta situación provocada por las redadas y capturas arbitrarias, la coordinadora del programa para una vida libre de violencia para las mujeres de la organización Ormusa, Silvia Juárez, concluye que este hecho social influye en que las mujeres disminuyan o pierdan su autonomía económica. Por tanto, “estamos cada vez más lejos de alcanzar esa igualdad”.
“¿Qué significa para estas mujeres designar todo el día a buscar información, prestar dinero y movilizarse de un penal a otro? Significa que ese día dejó de vender y, además, tiene gastos imprevistos. Implica mayor empobrecimiento y, por lo tanto, una disminución clara en su autonomía”, señala Juárez, quien explica que esto también afecta su proyecto de vida.
Muestra de eso son las historias de cada una de las mujeres de esta multitud. Por ejemplo, una mujer bajita, trigueña, de pelo de negro, le dijo a esta revista que tuvo que faltar a su trabajo, como asistente en una clínica, para buscar información sobre su esposo. Su día, como es lógico, será descontado. En su casa dejó a sus cuatro hijas solas, porque no tiene quién las cuide. Su esfuerzo, de todas formas, parece infructuoso porque en la ventanilla nadie le da información y tampoco aparece en los listados de los capturados o enviados a algún penal.
“No hay derechos para nadie. El señor presidente dijo: ‘calle, aguante y espere’”, lamenta y agrega que tiene desconfianza en la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) y que acudir a esa institución sería “inútil”.
—¿Qué le han dicho en la ventanilla?— Pregunto.
—No puedo decirle nada a usted porque ni yo sé nada— Contesta alterada. Solo tiene la certeza de que su esposo, un vendedor informal de 49 años, es inocente y fue capturado de forma arbitraria.
—¿Cómo lo capturaron?
—Lo que sé es que fue capturado mientras trabajaba en San Marcos, a eso de las 11:30 de la mañana. Solo ellos sabrán por qué lo capturaron.
Si tan solo tuviera la confirmación de que está recluido en estas bartolinas, podría comprarle comida en el único comedor privado autorizado, que cobra $2.50 por cada tiempo de comida. Lo que supondría un déficit en las finanzas del hogar, sobre todo por el descuento que le será aplicado por faltar a su trabajo. No tiene la opción de prepararle ella misma la comida, ya que la única comida autorizada es la del comedor que está frente a las bartolinas.
Con el llanto atorado en su garganta, reniega porque está obligada a volver todos los días para procurar información y tratar de alimentar, desde afuera, a su esposo. Como no ha logrado saber nada, tampoco puede hacerle llegar una cartita hecha a mano por una de sus hijas, que dice en letras grandes: “Papi, quiero que sepa que lo quiero mucho. Lo voy a estar esperando en casa”.
Otra mujer me mira con desconfianza. Primero dice que está aquí acompañando una amiga que busca información. Pero luego se da cuenta que en realidad, como periodista, solo quiero entender lo que sucede sin juzgar ni acusar. Así que me confiesa que busca información de su hija, a quien llamaremos Marta, ya que pidió que su nombre ni el de su hija fueran publicados. Marta, según la mujer, fue capturada irregularmente en San Jacinto. Y esta mañana, se desplazó a “El Penalito” para saber de su hija, y como no tenía con quién dejar a su nieto de dos años, lo tuvo que traer y cargar en sus brazos. Agrega que, por suerte, los otros dos nietos están en la escuela.
Relata que el día anterior, una de sus nietas, de 10 años, regresó corriendo de la tortillería para avisarle que Marta estaba rodeada de agentes vestidos de civil y que la estaban capturando. Así que dejó a medias la preparación del almuerzo y salió a la calle. Explicó a los policías que Marta no es pandillera, que es mamá de un bebé y que hace tres meses había conseguido empleo en una fábrica. Pero todo fue en vano, los policías la acusaron públicamente de ser pandillera, la subieron a una patrulla y se la llevaron. Cuando la mujer preguntó hacia dónde se llevaban a su hija Marta, los policías se limitaron a decir que a la delegación ubicada en las cercanías del Parque Infantil.
“Es mi hija, si no vengo yo, ¿quién va a hacerlo?”, dice.
Esta mujer, al menos ahora sabe que su hija está recluida en “El Penalito”, pero se lamenta que el dinero que tiene solo le alcanza para pagarle un tiempo de comida al día a su hija.
Tres minutos han pasado desde que hablé con la señora sobre su hija, cuando otras dos mujeres se alejan de la ventanilla, después de preguntar por sus esposos, quienes son vendedores de atol. Les dijeron que aún no se encuentran en estas bartolinas y luego les aconsejaron que no se vayan, que tal vez más tarde los traen. Ambos fueron golpeados y sacados de sus cuartos de alquiler en la misma redada de la noche anterior, en las cercanías del Parque Libertad de San Salvador, a eso de las 9:00 p. m. Una de las mujeres relata que se enteró de lo ocurrido cuando viajó desde Apopa, al norte de San Salvador, hacia el cuarto de su esposo. Adentro, solo encontró la cama revuelta y sus demás pertenencias tiradas en el suelo. Fue el dueño de los cuartos quien le contó cómo los policías se los llevaron durante la noche.
“No tienen que pagar justos por pecadores. Mi esposo no es pandillero. Somos vendedores. Nos rebuscamos con un carretón de pan dulce, chocolate, leche y café”, argumenta, mientras se le quiebra la voz y le bajan lágrimas por las mejillas. Ahora, dice, su preocupación es cómo va a pagar sola el cuarto de $150 mensuales en San Salvador y cómo va a conseguir dinero suficiente para siquiera comprarle comida, mientras está recluido en “El Penalito”. Se siente más aterrada cuando piensa en lo costoso que puede ser pagar un abogado que luche legalmente por demostrar que es inocente. Una vendedora de refrescos, que ha escuchado sus lamentos, le dice que “Dios le dará la fortaleza” para seguir adelante.
Son las 8:01 de la mañana. Aún me estoy despidiendo y agradeciendo a estas mujeres por hablarme sobre la detención de sus esposos, cuando una mujer se baja de un Uber y se acerca a la ventanilla: “¿Aquí tienen a Kevin Vásquez? Sí, fue (capturado) ayer, como a las 3 de la tarde (…) Él es inocente (…) Se llama Kevin Vásquez, pero es inocente”, repite, como si sus palabras fueran suficientes para liberar a su hijo de 18 años, acusado de colaborar con las pandillas.
Luego retrocede, desanimada porque no ha encontrado respuestas y accede a platicar con GatoEncerrado: “¿Qué culpa tengo yo de vivir en una zona vulnerable? No tenemos dinero para vivir en una zona de prestigio”, señala.
Su hijo, según relata, fue sacado de su hogar en el Distrito Italia, ubicado en el municipio de Tonacatepeque, mientras ella trabajaba como comerciante. Fue acusado, hasta donde supo, de ser miembro de la Mara Salvatrucha.
Mientras platico con ella, más mujeres se agolpan en la ventanilla reclamando información y un vehículo policial llega a “El Penalito” con varios detenidos. Las esposas de los vendedores de atol, al ver el vehículo, corren alegres y distinguen entre los detenidos a sus esposos. Fue tanta la prisa, que una de ellas dejó en el camino una sandalia. Ambas, se meten entre los policías y abrazan a los hombres, que van esposados.
“Mi amor, ¿qué te han dicho? Ahí está tu mamá. Siempre voy a estar contigo”, grita una de las mujeres y le tira un beso. Pero su esposo, empujado por los policías, no le dice nada y solo le lanza una mirada triste.
“Al menos pudimos verlos”, dice una de ellas.