Por Tania Primavera
El aire del río cercano. Los barcos. Las aves. Verano. Se despedía de él. Otra vez. En Bevin House, casa clara sol, clara noche, cerca al mar, en la mas fría estancia, como para meter champagne bajo la nieve de afuera para que se enfríe. Es La Casa de la Felicidad, aunque eso es ya relativo después de todo.
Camina en el sendero con vista al río Hudson. Muchas plantas a la orilla. Llevando la libreta de cartoncillo, los óleos, la mirada que registra, memoria para siempre. Se dibujan los cielos, los tonos, muchos pasteles combinados con azules, los barcos… Él dijo que su barco pasaría por ahí. No asomó a ver el paisaje en la soledad absoluta. Procuró cuidarse, partió y el barco abordado por el Conde es en la ciudad que tiene a Manhattan. Ya no quiso despedirlo más de cerca como siempre. Esa noche no. Pero invadió el temblor. La voz definitiva que contradice todo… Amor… Desde el primer contacto en Buenos Aires.
Toma de Nueva York un taxi en búsqueda de Bevin House sin saber que existía. Rumbo al campo. Siendo de las pocas que encontraba un taxi, convenciendo a otros “casi como compartir”, estaba la segunda guerra mundial. Antes de eso, temporadas largas en Oppéde, donde aguantando hambrunas con castillos de piedra, sin luz. Corriendo todo ese campo, para poder encontrar esos vagones con comida y vino. Y compartir “lo tomado” para la comuna de amigos de ese refugio. Dejando Francia, donde viste el lindo trébol de cuatro hojas en el campo.
Ese día llamó. Arribaste, bajaste de ese barco con las ropas de lana de cabra sintiéndote nada, bajando en las aceras de Nueva York. Él, no fue a traerte a la terminal, mandó a alguien.
Era como el viento. El viento pegaba en su cara subido en su avión. Lo conoces, como sus manos, su manía de dormirse en cualquier lado, desvelo, alegría, de incertidumbre. Esperar, esperar, esperar. Esperar, esperar. Ya no…Llegas. Después de mucho tiempo sin verse, es en la ciudad que no duerme. No había nada. Nada. Por fin, al fin. Así, ante la firma, en el papel, mejor no. Mejor juntos. Afuera de la urbe está la clara casa que buscaron, que bautizaron así Bevin House, “La casa del Principito” y la casa de la felicidad. Ahi fue su ultima morada. De ahí saliste cuando no regresó. De ese vuelo fatal.
La luz entraba casi a través de las paredes. La casa de la felicidad. Las luces del barco no las viste pasar, pero las sentías. La noche. Decisión: mejor no ver las luces, dolía demasiado. Hasta temblar. Consuelo y Antoine de Saint-Exupéry se vieron sin verse, sin despedirse, con chispas en los ojos.
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