Subiendo el cerro Santa Lucía con los escuadrones rondando

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Vista de Santa Ana. Libro Azul El Salvador, 1916/Colección Carlos Quintanilla.

 

Por Tania Primavera

Hace días que solo escucha jazz. Como ahora. Siente como otras veces el sol mas radiante. Hace viento. Lee de nuevo los mensajes. Tiene dos libros nuevos. Fue a La Luna. Fue al Teatro. Vio el centro de noche. Las calles grises, las mansiones en ruinas, las puertas art nouveau. La gente vendiendo, pasando a miles las calles en el semáforo. Frente al Parque Infantil y pensaba que ya no supo si reforestaron después de cortar árboles para hacer la calle para que pasara el bus que atraviesa parte de San Salvador. Al ocaso del día. Donde solo el Rey estaba, quedaba. Quería correr. Correr. Correr.

Recordaba la frase de Nina. Su aura. Su energía. La muerte derrotada por vos, flores danzan, hasta las mas miniatura son bellas. Y son dos soles que debe ver, en el universo que tocó ser. Desde la terraza del edificio, dos hermanas ven la ciudad en la zona Rosa, que raro, en la recepción vieron varias pinturas de Raúl Elas Reyes, amigo de Sagatara. La cafetera se quedo sin café. El vino se acabó. El silencio no logra decir todo. Y mucho. Vuelve. Logró escapar minutos. El presente. Después del Teatro. Sale al peor lugar, pero es por mas poesía. Sus chuchas esperan en casa. Odia las multitudes últimamente. Porque aprendió y prefiere las estrellas. Recordar las caminatas al cerro Santa Lucía, atravesando la Ciudad de Los Niños, ciudad de huérfanos atendidos por el padre italiano Rossi en ese tiempo. Caminábamos, con los escuadrones de la muerte rondando. Para ir al encuentro con los ríos de Santa Ana.

Se viene el crepúsculo aquel, cuando niña, donde la caminata terminaba en un entierro de armas de guerra, con él, los cuatro y Alice. Ni idea donde era. Para ellos era la aventura. Regresaban de la misión. Se fue. Lo vio después de la guerra. Voló a otro plano. Sin enflorarle. Es flor y canto, el yulu, el corazón, le dijo al matemático que fuera compa. Son tesoros que abre de vez en cuando. Después caminatas de niñas amigas. En plena guerra, subían sin miedo, río arriba, empujando al chucho Oso, en la mochila los panes con queso se empaparon. Su merienda se acabó. La cima era el premio. Vio las calles, el cerro Tecana, el volcán. En la casa, antes de vivir en Sonsonate con abu, Elena la musa de las especias, ya cuando faltaba de todo, iban a recolectar verdolaga de la orilla de la linea del tren para comer. Sus flashbacks no cesan. Se viene el ruido. Se pregunta cosas, si logrará recordar y escribir con la interferencia, al cenit del día a veces, en la noche.

Lobo Interno le dio los mejores consejos para escribir, “Poe lo hacía borracho, Hemingway parado y bajo las balas en más de una ocasión, Víctor Hugo desnudo, Balzac soportando golpes de sus innumerables acreedores en su puerta, y, César Vallejo bajo la lluvia y cubriendo como podía el papel….Baudelaire que usualmente escribía drogado y con la langosta disecada que arrastraba por las calles, barrios y bulevares de París, o como Faulkner que le gustaba escribir sus novelas en prostíbulos.

Nunca decía nada de ella. Era secreto. Silencio azul. Abre al azar el Libro del Anhelo de Leonard Cohen, le ha dicho cosas para señales que acata. En el jardín esta en flor la orquídea Catleya Luna. La botella de vino barato. Las plantitas de tunquitos para hacer pususas. Las chuchas ladran. Regresa de pensar. Se sorprende aun, cuando menos se espera. Alguien reclama la autoría de ser dueño de los pueblos originarios, termina el debate estéril. Recuerda la piedra del Mago. Imagina juntar las gotas. Juntar el vino azul néctar.

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