La esposa e hija de Pedro fueron masacradas por el Batallón Atlacatl, en 1981. En estos 38 años ha vivido con la esperanza de que algún día conseguirá justicia. Por eso, junto a otras víctimas del conflicto armado, avaló una propuesta de ley de reparación integral para que los diputados la discutan y aprueben. Pero los legisladores han menospreciado ese anteproyecto de ley y, en su lugar, han corrido para aprobar una ley de amnistía que garantiza impunidad para los criminales de guerra.
Por Yessica Hompanera
Pedro Ramos se volvió como loco, por un tiempo, después del 11 de diciembre de 1981. O al menos así es como define, 38 años después, lo que ocurrió con su mente al saber que Cristina, el amor de su vida, fue asesinada junto a la niña de 11 meses que procrearon. Ese día, el Batallón Atlacatl de la Fuerza Armada de El Salvador arrebató un total de 978 vidas en el cantón El Mozote, de Morazán, en una de las masacres más brutales de la historia reciente de Latinoamérica. Pedro fue uno de los 47 sobrevivientes.
Cuando unos vecinos, que lograron sobrevivir como Pedro, le avisaron que entre las víctimas estaban su esposa e hija, prefirió no ver sus cadáveres y ni siquiera tuvo el valor de enterrarlas y despedirse. Ahora, martes 21 de mayo, viajó en la madrugada desde Morazán para venir hasta San Salvador y exigir que los militares paguen por los crímenes que cometieron, y que no consigan impunidad con una nueva ley de amnistía que los diputados de la subcomisión política están a punto de aprobar.
“Lo que están haciendo es poner una ley de impunidad, eso nos va a perjudicar como víctimas. Nosotros lo que queremos es que haya justicia y que se cumplan los requisitos, porque el Estado no ha cumplido la reconciliación que tuvieron que darnos, porque prometieron reparación y de eso no tenemos nada”, explica con un tono serio.
Pedro llegó este martes hasta el hospitalito Divina Providencia, donde Monseñor Óscar Romero también fue asesinado por militares en 1980, para aprobar (junto a otras víctimas) un anteproyecto de ley denominado “Ley especial de reparación integral y acceso a la justicia para víctimas graves de violaciones a los derechos humanos en el contexto del conflicto armado”.
Este anteproyecto fue elaborado por la mesa contra la impunidad, el grupo gestor de la ley de reparación integral de las víctimas y la comisión pro memoria histórica, en las que están incluidas organizaciones de la sociedad civil como Cristosal y el Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA).
Esta propuesta de ley, respaldada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), buscaba ser el contrapeso a la ley de amnistía que los diputados han cocinado a fuego rápido para evitar penas con cárcel a los criminales de guerra, prohibir la detención provisional, la extradición y anular los archivos de la Comisión de la Verdad.
Con el aval de las víctimas, las organizaciones, y también algunas víctimas, llegaron hasta la Asamblea Legislativa para presentar el anteproyecto de ley. La esperanza era que algunos diputados mostraran un mínimo de interés y acompañaran la presentación. Esto porque las presentaciones de anteproyecto de ley en la Asamblea solamente son admisibles si uno o varios diputados las acompañan con su firma.
Los diputados, sin embargo, no acompañaron la propuesta. Excepto el diputado Juan José Martel del extinto partido Cambio Democrático (CD). Ante eso, las víctimas, incluido Pedro Ramos, se sintieron abandonadas por el poder legislativo. De hecho, también traicionadas por el partido de izquierdas, FMLN, quien ha sostenido un discurso de acompañamiento y lucha por los oprimidos, pero que tácitamente ha pactado aprobar una nueva ley de amnistía con partidos como Arena, PDC y PCN.
El representante de Cristosal y exprocurador de Derechos Humanos, David Morales, señaló que las discusiones en la subcomisión para aprobar una nueva ley de amnistía se han dado bajo “irregularidades” y que han sido ocultadas del ojo público.
“No pueden aprobar leyes a espaldas de las víctimas, así lo ordenó la Sala (de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia). Nos sorprende esta prisa de imponer esta impunidad”, añadió.
No puede aprobarse una ley sin presencia de las víctimas. El pueblo salvadoreño tiene derecho a conocer la verdad sobre la ley que los diputados buscan aprobar. #NoSinLasVíctimas https://t.co/DDzJ4ud5wS
— Cristosal (@Cristosal) 22 de mayo de 2019
Separados por la masacre
La historia de amor de Pedro inicia, según contó a GatoEncerrado, cuando conoció a Cristina Martínez Romero, en 1976. Era mujer de piel blanca, cabello rubio y rizado, delgada y de ojos claros. Campesina igual que él. Fue en una fiesta del caserío Los Martínez, en Meanguera, donde sus ojos vieron por primera vez a la mujer que lo acompañaría durante cinco años.
Entre la agricultura la manufacturación de artículos como hamacas, lazos y sacos provenientes del maguey, que aprendió de su padre y tíos, procuraba sacar tiempo para ir a visitarla.
Un día la invitó a bailar y al otro la convenció de vivir juntos. Cristina, en ese momento ya tenía tres hijos: una niña y dos niños, que había procreado en un matrimonio anterior.
“El que quiere a la gallina quiere a sus pollitos”, dice a esta revista, mientras lanza una carcajada picaresca y espera a que las demás víctimas del conflicto armado se ordenen para regresar a Morazán, este martes.
En 1979, en medio de la vida cotidiana, Pedro dice que ya escuchaba el rumor del estallido de una posible guerra. Ya en ese año, también veía con frecuencia a soldados y guerrilleros. Pedro y Cristina, mientras tanto, vivían en una casa de adobe en el caserío Los Martínez, rodeada de espesos árboles y parcelas de sembradíos.
Los rumores preocupaban a Pedro y se lo decía a Cristina cada vez que podía. Cristina, quien era una mujer calmada, se encargada de reanimarlo diciendo que “era algo pasajero y que no pasaría nada malo”. Cristina le hacía sentir paz y que nada los iba a separar.
Un año más tarde, la mayor alegría de Pedro se asomó en su vida cuando nació su hija. Estaba tan emocionado que llevó a Cristina a San Miguel a que tuviera la bebé, para no correr ningún riesgo al tener un parto extrahospitalario. La bebé nació el 22 de enero de 1981.
Luego regresaron a Meanguera, donde las cosas se hicieron más peligrosas y la guerra se sentía cada vez más cerca. Para anticiparse a cualquier cosa, Pedro armó un refugio en una cueva que encontró a diez minutos de distancia de su casa. En ese lugar guardó agua y alimentos y luego se lo contó a Cristina.
El 11 de diciembre, luego de escuchar que el ejército andaba en el lugar, convenció a Cristina de ir a refugiarse en la cueva. Pedro acordó llevar a los tres niños de Cristina y esperarla hasta que llegara con la bebé.Pero Cristina nunca llegó a la cueva con la bebé.
“Me la mataron el viernes 11 de diciembre de 1981. No supe nada de ellas. Fue hasta el sábado a las 7 de la mañana que me di cuenta de todo lo que había pasado. Vi a unas personas y me preguntaron sobre mi familia, yo les dije que no sabía nada”, recuerda Pedro.
“Me dijeron: ¡Nombre! Te las mataron, terminaron con todito”. Tres días después de la masacre y cuando los militares ya no estaban, tomó a los tres hijos de Cristina y comenzaron a caminar hacia el lugar de la masacre.
—Mataron a mi mamá—le dijo a Pedro una de las hijas de Cristina, mientras caminaban.
—No te preocupes. Ojalá estén mintiendo y que se haya ido para otra parte—le contestó.
Minutos más tarde se encontraron con un grupo de 20 personas. Esas personas le confirmaron que el cadáver de su esposa y su bebé estaban apilados junto a otras 9 personas de su familia. Todas mujeres.
“Ahí fue cuando yo no tuve fundamento, fue cuando yo me descontrolé. Nos quedamos solos”, dice este martes, con la mirada perdida. Luego de una pausa, de 30 segundos de silencio, Pedro retoma la palabra y cuenta que no tuvo valor de enterrar a su esposa e hija, así que le pidió a un amigo que lo hiciera.
La masacre en El Mozote representa uno de los más graves crímenes que marcaron la historia del conflicto armado. En un censo de las víctimas, el Estado salvadoreño reveló que en esa operación militar, denominada “Tierra Arrasada” y que tenía como objetivo acabar con las bases de la guerrilla en las zonas campesinas, hubo en total 1,658 víctimas: 978 ejecutadas, 47 sobrevivientes y 604 familiares. Los sobrevivientes relatan que los militares no tuvieron misericordia ni de los bebés.
Pedro quedó devastado. Cuenta que los días posteriores fueron su mayor tormento y que hasta el momento no ha logrado superar todas las secuelas de perder a sus esposa, hija, suegra y tías.
Días después, cuando los guerrilleros supieron de lo ocurrido llegaron a su casa. Le propusieron unirse a las filas para vengar las muertes de su esposa e hija. Aceptó colaborar, pero nunca empuñó un arma. Su principal actividad era llevar granos básicos y recados de los combatientes.
Los dos hijos de Cristina, sin embargo, sí tomaron las armas para cobrar venganza. Uno de ellos tenía 8 años y el otro 10. Meses después fallecieron en un enfrentamiento con soldados. La única hija de Cristina, que quedó viva, ahora residen en los Estados Unidos.
“Ahora me pongo a pensar, cómo no estuviera viviendo con Cristina. Nosotros hilábamos (con maguey), vendíamos en San Miguel y me decía que teníamos algo para comprar más material. Bien bonito vivíamos”, recuerda.
En 2014 recibió las osamentas de su familia gracias a las diferentes exhumaciones que se hicieron en la zona, ahora sus tumbas están enfloradas.