Desde una primera lectura, la cinta puede entenderse como el enfrentamiento del grupo de turistas por intentar comprender la visceralidad de las tradiciones de una comunidad arcaica en lo recóndito de un país. Al percibir la vida de una manera cíclica y ver la muerte como algo necesario, los protagonistas son testigos de las verdaderas intenciones que tienen los aldeanos en la celebración del Midsommar (celebración que tiene su base histórica en la verdadera celebración del Festival del Verano en Suecia).
Estos sucesos son los que determinan las decisiones de Dani, quien cada vez más prefiere alejarse de Christian y de todos sus amigos, con el fin de ser integrada dentro de la comunidad de Hårga. Y es así como ella decide borrar de manera metafórica y real todo lo relacionado con su pasado.
A cada momento, la película genera tensiones. Confronta nuestras ideas sobre el miedo con las que propone el autor y crea una atmósfera de incomodidad que se ve reforzada en la propuesta visual del director. Nos sitúa en un ambiente lisérgico provocado por la sobrexposición de la cámara, los efectos visuales, los colores contrastantes y una mezcla de sonido que nos transporta a la pesadilla ideal para un yonqui en sobredosis.
En Midsommar convergen todos los aspectos positivos que puede tener una cinta de terror en la actualidad: una historia consistente, referencias a culturas paganas, un trasfondo en sus personajes y la creación de una atmósfera única. Ari Aster ya se posiciona junto a Jordan Peele y Robert Eggers como lo mayores representantes de la nueva ola de terror que ha venido a cambiar la industria de este cine, un cine poco valorado entre los académicos.