Mascarillas, gel antibacterias y nada de besos
Sandra todavía hace servicios en algún rincón de la calle o en el automóvil del cliente. Se cuida, dice, con mascarilla, gel antibacterias y no da besos. En cambio Laura, de 40 años, lleva cinco trabajando en las calles del centro histórico, y ha tenido que decir basta desde que se declaró el estado de emergencia sanitaria en México. No por voluntad propia, sino a causa del cierre de los hoteles. Vive en el municipio de Chalco, Estado de México, uno de los de mayor contagio de todo el país. Tiene dos hijos que no saben a qué se dedica y que dependen económicamente de ella. De un día para otro se quedó sin dinero para comida, azúcar, jabón, gas, luz y alquiler. Ahora, con el dinero que gana con la venta de cosméticos por catálogo come “un día sopita, otro día frijoles, y una vez a la semana, pollo”.
Como la mayoría de sus compañeras, Laura se enteró de la pandemia por la televisión. Al principio no se lo creía. Después vinieron las medidas sanitarias y se fue adaptando. Los primeros días, cuando los hoteles seguían abiertos, trabajó con gel y mascarilla, “y los clientes también traían y se la dejaban durante el acto sexual”. Tiene, al menos dónde dormir. Otras mujeres acudieron a un albergue provisional que el Gobierno abrió durante dos días, y después, las que tienen familiares pudieron encontrar acomodo. Hay otras, obligadas a deambular por los alrededores de los hoteles, que esperan la reapertura en cualquier momento.
Claudia Torres Patiño estudia doctorado en Derecho en la Universidad de Harvard (EEUU). Investiga sobre el trabajo sexual y además es voluntaria de la campaña Haciendo calle, que apoya a las trabajadoras. En entrevista telefónica advierte que en distintas zonas de la Ciudad de México, como Puente de Alvarado, Jardín de San Fernando, Tláhuac y en la salida del metro Los Olivos, el trabajo no sólo ha disminuido a causa de la covid-19, sino “ya desde antes por la crisis económica, porque hay menos dinero para pagar el trabajo sexual, y no hay tantos clientes”.
En la calle, advierte, hay muchas formas de violencia, y una de ellas, específica de las trabajadoras, es la violencia emocional. “Son mujeres que crecieron sintiéndose no merecedoras de amor, les es difícil dar y recibir confianza, lo que dificulta las relaciones sociales y personales. Viven en un ambiente hostil, en una selva de hormigón”, situación que, explica, las hace más vulnerables frente a la pandemia. En opinión de Claudia Torres, hay una gran falta de información: “Muchas desconocen la dimensión del contagio; otras son conscientes del virus, pero de cualquier forma tienen que trabajar; y otras, con o sin información, se han quedado sin trabajo”. Torres considera que el cierre de los hoteles de trabajo es una medida discriminatoria, porque “tuvo un impacto diferenciado y desproporcionado sobre un grupo históricamente excluido, y dejó a la gente en la calle sin medidas paliativas”. “No tienen ahorros, viven al día, tienen hijos y la mayoría es jefa de familia”.
Luna, Laura, Sandra, Betza y Estrella, todos nombres ficticios para trabajar, padecen una situación económica difícil. Betza tiene 32 años, de los que ha pasado 10 en las calles del barrio de la Merced. Mantiene a su hijo, a sus padres y a su pareja, pero el trabajo ha caído en un 80%. La violencia económica hoy es la peor de todas. Constantemente recibe insultos y extorsiones de la policía. “¡Puta barata!”, le gritan a su paso. Y ahora se siente más discriminada por continuar trabajando. “Me dicen que los puedo contaminar, pero yo cumplo con las medidas sanitarias y me protejo”, precisa. “Hay clientes que les incomoda la mascarilla y me piden que me la retire. Y, pues, me la quito”.
A Betza su “representante” le comunicó que había un virus, pero, dice, “pensé que era un mito. Empecé a creer que era verdad cuando todos se comenzaron a guardar en sus casas, y empezó a verse poca gente en la calle”. Acostumbrada a vivir en un clima de violencia, Betza lamenta que la policía no la cuide y que, por el contrario, la hayan golpeado, amenazado e insultado. “Para el Gobierno, no valemos nada, por eso nos ofrece mil pesos para tres meses, porque hay desprecio”.
Estrella viste un pantalón ajustado gris y una blusa negra. No trabaja y espera su turno en la fila para recibir el subsidio del Gobierno. Tiene 40 años y es una de las miles de migrantes internas que llegan a la Ciudad de México en busca de oportunidades. Nació en el estado norteño de Zacatecas, y mantiene sola a tres hijos de 7, 4 y 2 años de edad. En época normal tenía hasta siete clientes al día. Ahora, apenas llega a uno por día. Trabaja, además, como empleada doméstica y gana 80 pesos diarios (menos de cinco dólares). Teme que su trabajo “se va a acabar”.