Opinión

Ya hubiéramos querido que el presidente estuviera loco

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Carlos Iván Orellana

Doctor en Ciencias Sociales por la FLACSO-Centroamérica. Investigador y profesor de la Universidad Don Bosco (UDB) de El Salvador. Co-Director del programa de Doctorado y Maestría en Ciencias Sociales, cotitulado UCA-UDB. Cuenta con diversas publicaciones en temas como violencia e inseguridad, migración irregular hacia los Estados Unidos, autoritarismo, anomia, prejuicio y la psicología de los crímenes de odio.

En este país, un hombre, buscapleitos, religioso, sumiso ante las armas y los poderosos, pero envalentonado contra los débiles, embelesado ante las pantallas, rendido al mercado y cortito de estudios y de cultura, es un salvadoreño promedio.

Por Carlos Iván Orellana*

Que fuera excéntrico, distinto, rupturista. Que en este país de neoliberalismo tropicalizado, machismo cavernario, dogma y oportunismo, por fin llegara a la presidencia alguien tan desconectado de esta realidad que su delirio contribuyera a imaginar y construir, entre todos y todas, un futuro humanizante y democrático. 

No, el presidente no está loco. Muy por el contrario, está muy cuerdo. Es un dignísimo prototipo masculino de esta hoja de chichicaste que es El Salvador. Porque, si bien hablar de locura suele sugerir una mente perturbada, más de fondo retrata la realidad social en la que aquella es vista como tal. En la mesa de té del Sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas, la loca, la enajenada, la que no encaja, es Alicia. 

Pero en este país, un hombre, buscapleitos, religioso, sumiso ante las armas y los poderosos, pero envalentonado contra los débiles, embelesado ante las pantallas, rendido al mercado y cortito de estudios y de cultura, es un salvadoreño promedio. Tan promedio como el diputado que le pareció buena idea impulsar una iniciativa cuyo asidero legal (el Art. 131 de la Constitución), empero, no oculta el poco imaginativo y desesperado empleo de los problemas mentales como arma política arrojadiza.

Tirar de diagnóstico, de etiqueta clínica (o moralista) es, de hecho, una práctica cultural más común de lo que se reconoce. Es una forma pedante de sofisticar el insulto, el afán de control o el desprecio hacia el otro. Pero, sobre todo, es un mecanismo de culpabilización de víctimas que persigue situarse a uno mismo como distante y distinto de estas; o una vía para psicologizar problemas sociales y políticos que evade la responsabilidad propia mientras perpetúa el estado de cosas. 

El presidente parece tener lo suyo en cuanto a rasgos de personalidad peculiares (infantilismo, mitomanía, fragilidad ante la crítica, entre otros) y sus similitudes con otros dirigentes populistas no parece casual ni debería subestimarse. Se trata de rasgos peligrosos para una democracia, indeseables en un mandatario y nada agradables en cualquier persona. 

Pero perderíamos nuestro tiempo intentando escudriñar la mente de cada pícaro de ocasión en un país donde la vivianada es norma, espectáculo y medalla. Son razones histórico-culturales (p. ej., socialización autoritaria), institucionales (p. ej., debilidad de controles) y coyunturales (p. ej., desprestigio de la vieja política) las que explican mejor el ascenso y popularidad de líderes como Bukele. Si no, habrá que decir también que buena parte de la población también está loca por respaldar al mandatario y su opción política (del Gabinete, ni hablar…). Especialmente ante toda la evidencia que apunta a que, con su apoyo, están serruchando la rama en la que todos estamos sentados.

Hace un tiempo, mientras almorzábamos en un comedor popular con unos colegas en una ciudad cualquiera de un país del triángulo norte, pasó por ahí un “loco” vagabundo que en otras ocasiones habíamos visto hablar solo y gesticular a la nada. Esta vez, al pasar frente al umbral de la puerta, se detuvo, repentinamente levantó la vista hacia dentro del comedor, apretó los dientes y sus manos empuñaron una ametralladora imaginaria que sacudió frenéticamente, como quien descarga el arma sobre los comensales. Súbitamente, su rostro se relajó, bajó las manos y la mirada, y siguió su camino mientras volvía a las profundidades del diálogo con sus voces interiores. 

Una realidad violenta convierte a un loco en sicario en un instante de lucidez. Una educación y una institucionalidad democrática frágil y prostituida, convierte –faculta– a una persona normal en un líder autoritario. Más que locura, lo del presidente es incompetencia democrática, capitalismo de amiguetes y normalización del juego sucio. Más que locura colectiva, es desencanto, desesperación e incultura cívica, ganas de que alguien las pague y de conveniente ubicación del lado del ganador. El análisis reclama historia, antropología, sociología, politología y psicología social antes que la psiquiatrización vulgarizada de la circunstancia sociopolítica.

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Carlos Iván Orellana

Doctor en Ciencias Sociales por la FLACSO-Centroamérica. Investigador y profesor de la Universidad Don Bosco (UDB) de El Salvador. Co-Director del programa de Doctorado y Maestría en Ciencias Sociales, cotitulado UCA-UDB. Cuenta con diversas publicaciones en temas como violencia e inseguridad, migración irregular hacia los Estados Unidos, autoritarismo, anomia, prejuicio y la psicología de los crímenes de odio.

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