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Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.
No hay una sola forma de ser mujer, eso es claro para mí ahora, pero durante décadas enteras no lo fue. La feminidad ajena, esa de la que se presume universal, era un recordatorio perpetuo de cuán fallida era la mía por no saber ni tener interés alguno en maquillarme, no poder caminar en tacones, bailar ni seducir muchachos.
Por Virginia Lemus*
Algo para lo que nadie te prepara es el momento en que abrís el clóset, que está en el baño de tu oficina, y lo primero que ves es un conjunto de boas de plumas. Es cierto que también había sombreros ridículos, collares de cuentas de plástico y pompones de papel celofán, pero mis miedos me hicieron concentrarme en las plumas rosadas, moradas, amarillas, cuya presencia no hacían más que gritarme en la cara cosas que me daban mucho temor oír.
Al otro lado de la pared había gente trabajando y se alcanzaba a escuchar una canción: una mujer le rogaba a un tipo, pero al final terminaba enfiestándose sola. Reconocía la tonada y la voz de alguno de esos videos, que a principios de los noventa todavía se hacían pasar como excentricidad europea en uno de los apenas cinco canales que para entonces conformaban la televisión nacional; o muy temprano en la mañana o muy tarde en la noche, pero nunca durante el día, se podía ver interpretaciones musicales de algunos programas de variedades extranjeros.
En algunas de ellas se veía a una rubia que daba desnucazos a diestra y siniestra. La recuerdo vestida de rojo, escotadísima, con la sonrisa enorme y granulada en la televisión de perilla que entonces ocupaba media pared en la sala. Bailaba en esa fiesta, pero con él. Yo la veía cautivada, pero no recuerdo nada más allá de mi papá diciendo que en la tele todas son putas. No sabía qué era esa palabra, puta, pero asumí que era mala la sonrisa, el rojo, la desnucada y la escotez.
En aquellos videos no salían los altos maricones con los que Raffaella Carrà bailó deliberadamente durante casi una década en la televisión abierta de España, Italia y cualquier país que retransmitiera los múltiples programas que condujo entre 1970 y 1990, mientras cantaba sobre amantes, amoríos y autogratificaciones varias. Tampoco era que la tipa se toqueteara sola: era ella, un micrófono, el playback y ya. No había modo de adivinar que había sufrido censura vaticana por exponer su ombligo en televisión, que era férrea comunista, ni responsable única de una batalla campal contra el acoso sexual y la explotación laboral que bailarinas y vedettes sufrían en esos espacios. Raffaella era toda sonrisas y caderas batidas al compás de una feminidad festiva, radiante, libre.
Creo que esa era la clave de su asunción al olimpo marica: la suya es, creo, la única expresión feliz y autónoma de la feminidad que recuerdo haber visto en aquel entonces.
No hay una sola forma de ser mujer, eso es claro para mí ahora, pero durante décadas enteras no lo fue. La feminidad ajena, esa de la que se presume universal, era un recordatorio perpetuo de cuán fallida era la mía por no saber ni tener interés alguno en maquillarme, no poder caminar en tacones, bailar, ni seducir muchachos. Las mujeres de mi estirpe cargaban encima hogares, lutos y penas; se levantaban con horas de antelación para plancharse el pelo o maquillarse. Yo era incapaz de todo aquello tan omnipresente e intimidante que son los salones de belleza: esa especie de parada de taller donde todo se repella y todo se arregla me hacía sentir muy barroca de mi complexión. Ser mujer es cosa muy maluca y desgraciada y para más joder a mí me iba terrible en ello a pesar de que debería serme natural. La feminidad era para mí lo que la luz a la papalota: una cosa cautivadora e hipnotizante que al final no hace más que matarte.
En los altos maricones de los videos de Raffaella, en las dragas, en Raffaella misma, esa feminidad de usar colores estridentes, hacerse caderas con espuma de tapicería para bambolearlas con frenesí y buscar el placer para una misma, en sus propios términos, era una celebración. Lo decía su sonrisa, amplísima en el granulado de la televisión de nuestro apartamento en 1991. Lo decía la cadencia del maricón barbado y peludo cuya presencia enlentejuelada y emplumada junto a la vedette censurada por Su Santidad era un acto político desafiante. Si ellos podían ser regios, femeninos a su manera; si podían serlo las dragas de las discas que llevan décadas desnucándose imitando a Rafaella Carrà en su propia celebración de la vida y la feminidad como les ha tocado vivirla, como la han moldeado para sí, la feminidad no trunca, no incompleta, sino mía a su manera, también podía ser celebración para mí.
Hace una década abrí el clóset de mi oficina y me encontré con unas boas de plumas que me aterraban, pero me llamaban. En un ataque inusitado de valor las saqué, me las colgué al cuello y salí a bailar Hay que venir al sur frente al resto de mi oficina. Bailé sin cadencia y definitivamente sin gracia como tampoco tenían gracia alguna los latigazos del pobre cuello de Raffaella Carrà, la compañera Raffaella Carrà, brillante, políglota y comprometida con la mariquez y la zurdez en igual medida. Por ella me colgué las primeras boas de plumas al cuello. Nunca me las voy a quitar.
Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.