Crítica de Arte

Titi Escalante, Tres Piezas

La Danza, Odalisca y Lola son tres obras creadas por la escultora salvadoreña Titi Escalante en la que presenta una contemplación de la belleza interior y a la vez un desafío a los conceptos de belleza patriarcales.

Ana Inti Marroquín

Historiadora del arte, realizó su licenciatura en México. Ha tomado diferentes cursos y diplomados sobre temas afines. En dos ocasiones fungió como directora ad honorem de la Sala Nacional de Exposiciones Salarrué.

*Por Ana Inti Marroquín

Pigmalión era un escultor que se enamoró de su propia creación, Galatea, ya que ninguna mujer real le satisfacía porque siempre les encontraba alguna imperfección. En cambio, esa escultura hecha por su propia mano masculina era única y verdaderamente la mujer ideal.

Esta leyenda griega, patriarcal y machista, nos habla del temor que los hombres sienten ante el poder de atracción de la belleza, y su consiguiente deseo de controlarla. Es la belleza ajena que podría llevarlos a traicionar incluso a sus propios intereses y su poder. Es aquella que los hombres miran, la que está afuera, pero ¿qué pasa cuando la propia belleza se contempla a sí misma? Tiene su parte exterior, por supuesto, pero se complementa con la interior y mientras más imbricadas estén una en la otra, más bellas son.

Y si esa fue la opinión de Pigmalión sobre la belleza ¿cuál sería la de una mujer, la de una escultora salvadoreña? Si el siglo XX comenzó en El Salvador con sus ciudadanas luchando por el derecho al sufragio, y culminó con una mutación -todavía sin medir- en la posición sociocultural de la mujer después de la guerra civil, entonces lo que tiene que decir una artista nacional, en este caso Titi Escalante, no solo es importante sino trascendente.

Pieza 1 - LOLA, 2013

Hay algo desconocido en la belleza, algo nunca del todo explicado: su poder de atracción. Lo bello puede ser enseñado culturalmente o identificado instintivamente. Pero también lo bello puede ser lo nuevo, diferente e interruptor de los órdenes establecidos.

Y en Lola ¿hay algo que nos hable de ruptura, de disrupción? ¿de la tan usada noción de “trastocar”? Es arte figurativo, hecho con exquisitez tanto en la forma como en la técnica. Un cuerpo joven y grácil, un parasol de película sentimental, un romántico columpio… parecería que no. Pero claro que sí.

Lo que sucede es que estamos acostumbrados a asociar palabras como ruptura o irrupción con una intención violenta, de denuncia justiciera y emociones negativas como el dolor, la furia, la ofensa. El feminismo de lucha y exigencia, donde se critica en voz alta cosas como la cosificación del cuerpo femenino para el deleite masculino.

¿Necesaria es esa intencionalidad? Por supuesto. Pero no puede abarcarlo todo, ni tampoco debemos olvidarnos de aquello con lo que queremos reemplazar la negatividad agresora del patriarcado, y que es el gozo del cuerpo en cuanto a cuerpo, lugar de coexistencia de la materia y el espíritu, donde surgen los ensueños y se construyen los ideales. Es uno de los objetivos hacia los que nos adelantamos.

Lola es precisamente el reclamo de las nociones y elementos de “lo femenino” como opción, no como imposición. Es el verse y vivirse para una, antes que para el otro. Lola es de género femenino pero de especie no científica. Manos, pies y cabeza de rana, pero son… de una rana que sonríe. 

Sus delgados dedos-pata toman con toda delicadeza la cuerda del columpio, y al mismo tiempo proyectan una firmeza de voluntad tan completa que incluye a la fuerza misma. ¿Delicada? Sí, esta rana-mujer es delicada y por eso mismo, es más segura y poderosa en su voluntad y decisión sobre lo que hace, lo que se le da la gana hacer. No solo nadie la va a bajar del columpio, nadie puede impedirle que lo disfrute, y sin ningún tipo de temor.

La cultura patriarcal y sexo-consumista nos hace creer que las zonas erógenas de la mujer son LO deseable para el género heterosexual masculino. Mentira. Un cuerpo con características “ideales” atrae, pero hoy día el apetito sexual masculino está formulado de modo que solo puede realmente satisfacerse si también hay un rostro que, más que hermoso o feo, le permita entender si la “habitante” de ese cuerpo está gozando o sufriendo. Debe ser alguna de las dos, o las dos mezcladas. El “usuario” debe asegurarse de producir dolor o placer, y lo lee en la cara, en las manos, en los pies. Pero ¿qué pasa cuando sobre el cuello alargado de una figura se presenta no una cabeza humana, sino una medio rana y medio persona? Y también sus manos. Y sus pies.

Esta hermosa criatura se despoja de las partes corporales a través de las que el deseo sexual patriarcal se asegura de su poderío primero, para permitirse la satisfacción sexual después.

Nadie puede decir que esta rana-mujer no es hermosa. También extraña, quizás, y un poco inquietante en su seguridad. Pero repugnante no es. ¿Acaso habría que entender esto como la propuesta de un nuevo ideal, para que los cirujanos plásticos empiecen a producir ranas-personas? ¿O de qué se trata todo esto?

El gran maestro de la crítica de arte, David Hickey, dice: “la belleza es creada por personas individuales a quienes no les gusta cómo se ven las cosas, y quieren proponer un sistema alternativo de valores”.

La salvadoreña Escalante no solo está en contra de la opresión del machismo autoritario y violento al que, se deduce, califica de repelente, sino que está proponiendo una nueva persona que existe en su cuerpo con total confianza, seguridad, alegría y gozo: con belleza. Y todo esto, magia del arte, lo transmite a quien quiera empatizar con su presencia, identificarse con su cuerpo, de igual a igual.

El mensaje no es restrictivo a los cuerpos femeninos, porque el ser humano se relaciona mentalmente con cualquier cosa material que ve por medio de una función cerebral que relaciona el cuerpo propio con ese otro objeto, considerando cómo le afectan la gravedad, la temperatura, la cercanía con otros objetos, con texturas a partir de la experiencia personal. Identificación, substitución. Nuestro equilibrio sobre los dos pies y nuestro ritmo al respirar, dice el historiador del arte Kenneth Clark, afectan nuestra contemplación de todo objeto tridimensional.

Una gran artista, en una de sus grandes obras, logra que su manejo técnico se una intrínsecamente a la interpretación de su idea en la forma. No solo que se complementen sino que se apoyen mutuamente para lograr el mejor efecto posible.

Lola es una obra unitaria. Al rodearla y contemplarla desde distintos ángulos -una de las riquezas de la escultura- nos provee de nuevos detalles, vuelve la vivencia más integral. Sus líneas y sus volúmenes nos remiten al movimiento fluido y nítido de un columpio real. La expresión de sus patas-manos y patas-pies complementan, sustentan la fácil y abierta felicidad del rostro, felicidad de quien se impulsa con su cuerpo para lograr el ir y venir que nos produce mariposas en el estómago.

Piezas 2 y 3 - ODALISCA, 1997 / LA DANZA, 1993

A fines del siglo XX comenzaron a aparecer obras de arte a las que se denominó “apropiacionistas”, pues su autor o autora tomaba una pieza artística histórica y la reinterpretaba, manipulaba y modificaba sin que se perdiera del todo su identidad.

Y en El Salvador, a fines del siglo XX, esta escultora delgada y bailarina retomaría, a su vez, las obras del gran Henri Matisse. Pero lo hizo de diferente manera, porque la mayoría de las obras apropiacionistas muestran una intención un tanto violenta, incluso autoritaria: la voz del artista no está pidiendo opiniones. Entendible, quizás, por el aura medio sagrada con que aún se rodeaba al arte, por lo que apropiarse de la obra de otra persona tenía que hacerse con seguridad y contundencia, en una totalidad impositiva.

Acostumbrada a ver ese tipo de obras, imaginen mi sorpresa al ver las esculturas de Titi Escalante. No parecía “apropiarse” de la obra de Matisse… más parecía que la tomaba de la mano, la levantaba y la invitaba a bailar.

ODALISCA, 1997 (serie Homenaje a Matisse)

Matisse fue un pintor. Un gran pintor. Un artista hombre en una cultura patriarcal, en este caso la francesa, acostumbrada a ejercer una masculinidad de dominio y posesión. Nació en 1869 durante el pleno apogeo del segundo imperio colonial francés en África, donde las culturas musulmanas se volvieron el tema ideal para una gran cantidad de pinturas de artistas franceses, que asociaron al oriente medio con un hedonismo sexual de corte exotista.

Matisse fue uno de los iniciadores del fauvismo. Se interesaba por los colores vivos, fuertes, y el orientalismo pintoresco era un género que se prestaba a la perfección a su interés. En sus cuadros, el cuerpo joven e invitante de la mujer (sin nombre ni identidad) es una constante. Claro que Matisse, como la mayoría de sus pintores coetáneos, no plasmaba sus insinuaciones de fantasías eróticas con mujeres francesas, sino que lo hacían con aquellas que pertenecían al “otro” mundo, al colonizado, al retrasado y bárbaro.

Y así fue que produjo una serie de cuadros de odaliscas centrados en el cuerpo desnudo o semi desnudo de jóvenes mujeres en poses de disponibilidad sexual para los espectadores (masculinos). Mujeres todas con la principal y casi única consciencia de ser vistas con ojos de deseo, entregadas a la tarea de mostrarse invitantes, aquiescentes, procurándole placer al hombre desde la mirada. La historiadora del arte Linda Nochlin, estudiando el orientalismo en el arte francés, apuntaba cómo a esas pinturas les faltaba “el sentir de la vida, el aliento vivificante de la experiencia humana compartida”.

Y es ese aliento lo que yo encuentro en Odalisca, de Escalante. Ese sentir de vida.

En la pintura de Matisse vemos a una joven de cuerpo atrayente, cuyas mínimas ropas están ahí solo para volver más sugerente el cuerpo y sus prometidos placeres para el hombre que la mira. Porque esa es la razón de ser de este personaje: que un hombre la vea. Por eso levanta sus brazos con voluptuosidad sobre la cabeza, como significando la ausencia de actividad y la disposición total al usuario masculino. Los colores ofrecen al ojo una fiesta de sensaciones, misma que, en la imaginación, tendrá su réplica en el encuentro sexual. En el contexto histórico-cultural de Matisse la mujer no cuenta ni como protagonista ni como espectadora.

Pero si intentamos el ejercicio mental de ocupar con nuestro cuerpo el de la odalisca, vemos que la planimetría del cuadro, propia del estilo, nos hace difícil identificar una verdadera sensación de relajación que, a primera vista, sugiere la imagen. El rostro ha sido maquillado, el cabello peinado, el cuerpo se recuesta en el sillón pero solo hasta el punto de no entorpecer su mejor exposición como prototipo para la promesa del placer sexual. Hasta el sillón es más bien una celebración de color para el ojo que lo ve, pero no transmite la sensación de ser suave, acogedor para el descanso sino que, más bien, es un substituto de la presencia masculina: más grande que la joven y fuerte, inquebrantable, eminente.

La obra de Escalante, muy por el contrario, transmite exacta e inmediatamente aquello que no encontramos en la pintura: el gozo que siente un cuerpo, cualquier cuerpo, al relajarse, sentándose para estar cómoda o cómodo consigo mismo. El sillón de esta nueva Odalisca está reducido a su más mínima expresión que es, básicamente, su función: darle asiento y soporte a un cuerpo humano. Y la preciosa figurita lo hace suyo. El placer visual que produce comienza en la identificación corporal. Y no tiene que ver con lo erótico.

Vemos ahí la figura joven, flexible, sólida de una rana-mujer que sonríe. Y esa sonrisa, esa sí es sugerente. Sugiere un gran contento consigo misma, un gran deleite del ser con su cuerpo. Ella no existe para ser vista, existe per se, y luego puede o no ser vista por alguien más.

Toda obra de arte comunica, y Odalisca comunica un instante de contento, del gozo que se nos es dado sentir cuando, más allá de todo, nos sentimos a gusto con nosotras o nosotros mismos. Algo tan sencillo y tan pleno.

Si fuese la figura de una rana, nos causaría gracia. Si fuese una figura humana, se interpondrían entre la pieza y quien la mira un sinfín de convencionalidades (el ideal de belleza, implicaciones socioeconómicas de la apariencia, posibilidades étnicas y etcétera). Pero es una rana-persona, y tiene un rostro tan sencillo y esquemático que cualquiera puede, grosso modo, identificarse y habitarlo, ya que son los rostros presentados con más realismo y detalles los que percibimos como ajenos, rostros de otra persona.

Y la identificación-substitución o empatía con la obra, se refuerza con el modo en que la escultora trata al material. En lugar de un terminado liso notamos en su factura las huellas de la técnica, incluso de los movimientos de las manos de Titi. Es un modo gestual de trabajar que, en la escultura occidental, viene sobre todo desde Rodin. Pero Escalante no lo extrema, como aquél otro escultor -también francés- sino que lo usa simplemente para que la Odalisca no sea, de tan lisa, plástica. La mantiene en el mundo de la realidad material, el mundo de la sensación, consiguiendo para quienes la contemplamos uno de los máximos valores en la escultura, que Consuelo de la Cuadra brillantemente ha enunciado así: cuando la mirada casi se vuelve tacto.

LA DANZA, 1993 (serie Homenaje a Matisse)

Una de las imágenes más famosas de Henri Matisse es La Danza, ejemplo maestro de sus habilidades, conocimiento y creatividad. En ella se funden la técnica, el estilo y el tema. Es, en efecto, una danza que alguien mira, ni muy de lejos ni muy de cerca.

¿Y el gozo? Indudablemente existe, lo identificamos enseguida y sonreímos al ver la escena.

Porque la vemos: es una obra distante, creada por y para un observador. Matisse no se puso a bailar para así crear esta obra desde el interior. Es una creación intelectual: el conjunto de formas ligadas por el color, por el ritmo, por las líneas y demás elementos pictóricos. La obra es para contemplarla en disfrute sereno, con una alegría bastante racional ante la perfección estética. Y podemos contemplar esta obra por minutos, tras minutos, tras minutos.

Ahora Escalante retoma esta imagen. A su modo. De ser exterior la internaliza para producir desde adentro. La Danza se ve al mismo tiempo que se siente, nuestro cerebro hace la analogía de lo que vemos con lo que sentiríamos si eso que vemos, también lo hiciéramos. La operación mental es instantánea, lograda gracias a que la artista pule su maestría técnica hasta lograr, sin forzar la composición, sin volver groseramente aparente tal o cual punto de tensión, que una de las figuras realmente no toque el suelo. No hay tracción o rigidez. Hay gracia, esa gracia de aire que invoca al conjunto todo de bailarinas.

Y también transmite alegría, un gozo exaltante y participativo ¿a quién no le gustaría estar en el lugar de una de estas criaturas? Ligeras, vigorosas, sienten en cada fibra de su cuerpo cómo la fuerza centrífuga del giro, del tirón muscular, incluso del mínimo toque de los dedos vencen a la gravedad mientras que, una vez más, las mariposas inundan el estómago.

Ana Inti Marroquín

Historiadora del arte, realizó su licenciatura en México. Ha tomado diferentes cursos y diplomados sobre temas afines. En dos ocasiones fungió como directora ad honorem de la Sala Nacional de Exposiciones Salarrué.

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