Opinión

Como un episodio de Fargo

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Virginia Lemus

Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.

El discurso de las administraciones gubernamentales de El Salvador ha pasado de hablar sobre las maras con misticismo a entregarles por lo bajo las riendas mismas del control fáctico sobre los territorios, las comunidades, las fosas como en las que está mi tía la muerta. De los grupúsculos de descripciones casi folclóricas a instituciones robustas alimentadas y sostenidas por la miseria y el quebranto de la convivencia social.

Por Virginia Lemus*

Mi noción del sandungueo tiene dos fuentes primarias: la primera huele a Rinso, a descamar pescado, a exprimir limones por una eternidad y se siente como las manos adormecidas por el hielo. Viene de mi mamá, de mi tía la ahora evangélica que en mi memoria siempre estará sentada en un balcón, llorando con una canción de Los Bukis, como era antes de que se la chupara Cristo. Viene de las fiestas de la Inmaculada Concepción y los bailes en toda la calle principal del pueblo de mis tatas, de las paredes de la casa vibrando por el sistema de sonido de la orquesta que un diciembre y otro también se instalaba frente a la casa de mi abuela a criarme como se debe: con cumbia.

La segunda viene del mismo mar, los mismos parlantes estridentes y envejecidos por el salitre y el trajinar de las ferias que brincaban de pueblo en pueblo cuando aún se podía, cuando aún no teníamos tanto miedo de ir donde no se debe. Huele al plástico de las pelotas de basketball al sol, arde como cachar una bola de béisbol lanzada con mucha fuerza, con un guante viejísimo. Suena a Vico C y al primer raggamuffin, el que tiene la sonoridad del patois pero está lleno de insinuaciones sexuales en español. Viene de mi tía, la muerta.

Mi tía la muerta debería estar viva, creo. Igual eso es algo que dice toda la gente que ha perdido a alguien en una muerte violenta: se fue muy pronto, no debió morir así. Quizá no había otra forma de morir para mi tía la menor, la de los bailes y las malas juntas, listísima pero presa del mundito reducido en el que te hunde ser un de un pueblo contaminado entre la cordillera aterradora y el mar infinito. Ella me presentó el ragga en español y el raggamuffin; las Criptas y el carnaval; la risa suelta y sin presunciones, furiosa como el mar cuando está de llena y ruge. Ella está muerta y yo no.

Una cosa es morir y otra que te maten. 

A mí tía la muerta en realidad la mataron, pero decir «mi tía la asesinada» tiene muy poco son. Mi tía la muerta suena mucho mejor. Como yo estoy escribiendo su historia, yo decido cómo debe sonar. A mí tía la muerta le gustaba el merengue house y el dembow. Una sabia mujer, amante de la plena, valoraría que de su muerte se hable con una musicalidad decente.

Mi tía la muerta es heredera de una larga tradición familiar de gente que no murió, sino que fue asesinada. Antes de tener tía muerta tuve primxs muertxs. Bueno, yo no, sino mi mamá. Eran sus primxs. Mi tía la muerta es su hermana. Yo no debería hablar de esto; no me corresponde. Suyos son los recuerdos de criar a una hermana cual si fuera una hija muchísimos años antes de parir a la suya propia, quien hoy escribe sobre ambas con cierta cobardía, como tanteando aguas. Me carcome y mucho la dimensión ética del narrar: ¿es esta una historia que me pertenece? ¿Puedo hablar de ella?

Hace unos meses, hablándole al aire sobre mi tía la muerta, sobre el martirio de buscarla, sobre la decisión consciente de su familia que no es la mía, pero ese es otro cuento, de dejar de hacerlo, de dejar de insistir en cavar la fosa donde ella y quién sabe cuantísima gente más está enterrada, de ceder al miedo, del duelo sellado e impenetrable de mi madre, de mi no haber llorado nunca a mi tía la muerta y haber comprendido muy a fondo que la esencia de la salvadoreñidad es no llorar a lxs muertxs porque para qué, me leyó una periodista que no conozco. Ella trabaja en un reconocido medio impreso. De la nada, me escribió. A una dirección que es privada y no sé cómo consiguió. Me escribió para decirme que quería  hablar de fosas clandestinas, que me leyó hablar de mi tía la muerta, la que me enseñó a ver películas de terror, la que me metió el reggaetón, los circos de pueblo, la polvosa nostalgia de un pasado espantoso y con penetrante olor a sal y se preguntaba si quería ser entrevistada sobre ella, sobre mi tía la muerta, la morena de pelo negrísimo que de haber podido me habría enseñado a bailar. Enfurecida, la mandé a la mierda y bloqueé su dirección.

No me interesa hablar de fosas con restos femeninos de treinta y tantos años de edad con impactos de bala y seguramente señales de violencia sexual. No me interesa cómo mi tía la muerta llegó a ser mi tía la muerta y no la Márgara, la hermana de mi mamá, la que me dio el regalo de ver la noche negrísima, el mar lleno de estrellas una noche que, entre el olor a sal y el temor, que entiendo ahora, pero no en 1994,  por el primo, no mío, sino de mi mamá, que usaba mangas largas en la playa porque de levantarlas lo iban a matar. El primo de quien recuerdo se parecía a Enrique Iglesias. Todxs están muertxs. Mi primo, el Enrique Iglesias de Sonzacate; su hermana, mi prima con la piel blanquísima y las cejas más definidas que he visto en mi vida; su prima, mi tía, la muerta. 

Ellxs, lxs muertxs, eran adolescentes para entonces. 

Yo tengo hoy una edad que casi ningunx de ellxs llegó a tener.

Lo puedo contar porque mi mamá peleó con uñas y dientes por salir de la visión de túnel que da crecer en cierta mentalidad, rodeadx de ciertos niveles de miseria. Lo puedo contar porque vivió y vive su vida de un modo que escapa los confines de lo que puedo poner por escrito. Tengo el privilegio de pensar en su vida, en la mía, en las formas en que se entrecruzaron, en las formas en las que me tiro de cabeza a estudiar las formas de violencia que para mí son teoría y para ella la sangre de su hermana, de sus novios, de sus compañerxs, de su cuerpo mismo, por ella.

Por ella, también, dudo escribir sobre mi tía la muerta, sobre su relación con el incompetente titular de Centros Penales, con las capturas de video de seguridad que lo muestran rodeado de gente encapuchada entrando al verdadero centro de poder de este país: no la ANEP, no CAMARASAL, no CAPRES ni la Embajada de Estados Unidos, sino el penal de máxima seguridad de Zacatecoluca, donde, parece, se toman las decisiones más importantes de este país. 

En este siglo, el discurso de las administraciones gubernamentales de El Salvador ha pasado de hablar sobre las maras con misticismo a entregarles por lo bajo las riendas mismas del control fáctico sobre los territorios, las comunidades, las fosas como en las que está mi tía la muerta. De los grupúsculos de descripciones casi folclóricas a instituciones robustas alimentadas y sostenidas por la miseria y el quebranto de la convivencia social. Del abandono estatal a la sumisión estatal. De la tía bachiller que no consideró viable ni valioso viajar cuatro horas en bus a diario para estudiar una carrera universitaria a la sobrina que la escribe mientras la imagina en la arena, la vista fija al mar, quizá hacia el vacío.

Una y otra vez, desde la administración Flores a la Bukele, quienes toman las decisiones operativas del Estado salvadoreño han optado por la inacción. Es, si se lo piensa, redituable: la violencia de pandillas consiste básicamente en gente pobre matando a gente pobre, extorsionando a gente pobre, violando a gente pobre, torturando a gente pobre. Al Estado salvadoreño, pensado desde el neoliberalismo más febril, invertir en el cese de esa violencia de raíz implicaba enmendar décadas de errores, de represión y de despojo, así que consideró y considera más rentable seguir sosteniendo a esos ejércitos de gente miserable como aliados. Es, si se quiere, casi un outsourcing del control territorial. Un control indebido, asesino y desgarrador, pero un control en sí mismo.

Tan control es que hay que esperar a que merme ─porque de caer, nunca va a caer, si seguimos así─ para desenterrar a mi tía la muerta, la que llamaba espumosos a los licuados de fruta con leche; la que me robaba discos porque eran originales y en su mar lumpen, a mil mundos de mi apartamento hondísimamente prole en el AMSS, mi pobreza le parecía una riqueza rimbombante.

No soy la única con una tía la muerta. Al menos yo sé que lo está. Lo supo mi mamá al momento en que le dijeron que no aparecía porque sí, no hay acta de defunción a su nombre. Está ella, como están miles de personas desde hace al menos dos años, en el éter de la muerte que no es, porque no le conviene al Mesías, porque ser asesinadx por las maras en pleno éxtasis bukeliano no es cool. Me lo gritan en la cara las imágenes de Osiris Luna entrando al penal escoltado de muerte, de impunidad. 

La editora de la periodista aquella que me escribió sin un mínimo tacto tuiteó hace poco que la historia del encubrimiento de otras fosas, las de Chalchuapa, le parecían un episodio de Fargo. Qué bueno, pensé yo, que la angustia de tantísimas familias le cause risa a alguien. A mi tía la muerta no le daría risa su fosa sin nombre. A mí, tampoco. 

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Virginia Lemus

Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.

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