Foto/Emerson Flores
La improvisación típica del Gobierno de Nayib Bukele relució una vez más con la administración caótica de las rutas 42 y 152 que le arrebató al empresario Catalino Miranda. La situación recuerda a episodios atropellados de esta administración, como la vez que encerraron a viajeros en centros de contención durante el inicio de la cuarentena por la pandemia o la vez que entregó sin un plan el bono de $300 a los afectados por la pandemia. También la ocasión en que inició la vacunación de mayores de edad. Este es un relato, en primera persona, del periodista David Penado sobre un recorrido en la ruta 42, que va desde el centro de San Salvador hasta Santa Tecla.
Este 14 de marzo, El Salvador amaneció con una imagen inusual para 2022: militares conduciendo las unidades del transporte público de las rutas 152 y 42, propiedad de Catalino Miranda, quien fue capturado por supuestamente no respetar las tarifas de pasaje estipuladas en la ley. La coordinación logística en las terminales de estos autobuses, arrebatados al empresario, estaba a cargo del Viceministerio de Transporte (VMT). En realidad, los militares iniciaron a manejar los microbuses el 13 de marzo, pero fue más notorio este lunes 14, porque era el inicio de la jornada laboral de la semana.
Para observar cómo estaba manejando el Gobierno las rutas y unidades arrebatadas al empresario, me desplacé hasta Ciudad Merliot, La Libertad, para abordar un microbús a las 12:30 del mediodía. Lo tomé en el sentido que conduce hacia el centro de San Salvador. Lo primero que noté fue la presencia de militares equipados con fusiles en las unidades, uno parado en cada puerta de los microbuses. También observé rótulos en los parabrisas que decían, en mayúsculas y con un logo del Gobierno de El Salvador: “TRANSPORTE GRATIS”. Y en efecto, cuando intenté pagar, no me cobraron los $0.31 establecidos para ese recorrido.
El conductor de la unidad vestía una camiseta amarilla con las mangas largas, y el logo del Ministerio de Obras Públicas (MOP) impreso en la espalda. No era militar, sino un motorista contratado de forma exprés e improvisada para suplir a los conductores del empresario del transporte. Mientras avanzábamos, me comentó su incertidumbre: No sabía si le iban a pagar ese día por andar manejando junto a los militares.
En caso de que sí le pagaran, no tenía la certeza de si el pago sería diario, semanal o mensual. Aunque en la entrevista de trabajo que hizo un día antes, el domingo por la noche, le dijeron que su pago sería mensual y que no había ningún problema con comenzar a trabajar a pesar de tener cinco esquelas pendientes de pago en su historial. Pero esta no era su única queja. En una experiencia previa como conductor del transporte colectivo, estaba acostumbrado a que la ruta le diera un viático, que fijó en $2.50, para almorzar; pero este día no le habían dado nada. Ni siquiera le habían dado tiempo, entre viaje y viaje, para descansar y buscar por sus propios medios desayunar y almorzar.
—Entonces, ¿no ha comido?— pregunté, solo para confirmar.
—No, solo esos guineos que me dio un pasajero— dijo, mientras señalaba una bolsa con cáscaras.
Un observador casual podría decir que el microbús ya iba lleno en este punto del trayecto. Todos los asientos estaban ocupados y unas cuantas personas iban paradas en el pasillo de la unidad. Pero, en San Salvador, que una unidad de transporte colectivo vaya llena significa que no le cabe un alma más, ni parada ni sentada. Y se debe entender que lleno es cuando ni siquiera hay espacio para que otra persona vaya colgada de los barrotes de una puerta.
Durante el viaje, los pasajeros hablan poco y solo se escucha el reguetón a todo volumen que sale del equipo de sonido característico de estos microbuses. Según el conductor de esta unidad, ha trabajado desde las 4:00 de la mañana, con la única indicación de “ir a dar vueltas”. Esto quiere decir que no tiene una hora establecida como meta para terminar el viaje y no está sometido a un recuento de tiempo, como si lo tenían los motoristas que trabajan para el empresario. Va y viene, las veces que pueda, desde el inicio hasta el final de la ruta y viceversa.
Lo único que sabe es que el Gobierno ha ofrecido mensualmente $600 para los conductores de microbús y $800 para los de autobús, con descuentos de ley. Esto no es de su agrado, porque acostumbraba a que se le pagara a diario. No ha firmado ni un solo papel, por lo que le preocupa que lo de las prestaciones y el pago mensual sea solo un espejismo sin un sustento contractual. Esa duda solo podrá resolverla con el tiempo, aunque ni siquiera sabe por cuánto tiempo será el contrato que firmará.
Ahondando en la historia de cómo llegó a conducir este microbús, comentó que ya tenía experiencia en el transporte colectivo, pero que había dejado de trabajar antes de la pandemia de COVID-19. Relató que el domingo por la noche se presentó a la entrevista convocada por el Gobierno para seleccionar a los conductores que se harían cargo de las unidades de las rutas 42 y 152.
“Fui a la entrevista, y me dijeron que me iban a llamar. Pasada hora y media de haber llegado a la casa, me llamaron y me dijeron que me presentara a las 3:30 (de la madrugada)”, comentó.
Así lo hizo. Inició su jornada a las 4:00 de la mañana. Desde esa hora, hasta la 1:24 de la tarde, según marcaba mi reloj en ese momento, no había parado de conducir entre San Salvador y Merliot.
Una llamada interrumpió su relato. Del otro lado del teléfono, uno de sus compañeros de ruta le dijo que lo estaban esperando para llegar a un acuerdo con los nuevos motoristas. Dijo que la información fue tan escasa que no le quedó claro con quién harían el acuerdo, pero supuso que con delegados del Viceministerio de Transporte, porque son esas personas quienes llevaron la organización logística en el punto de buses y microbuses. A esa hora del día, también dijo desconocer a quién le tendría que entregar el microbús al final de la jornada, aunque asumió que también sería a los encargados del Viceministro.
Sobre el costo del pasaje, que fue lo que supuestamente desató la captura del empresario y provocó el caos en la mañana del lunes en el punto de buses, el motorista dijo que ya conocía los precios.
—Antes se cobraban $0.50 centavos desde Zaragoza hasta el centro (de San Salvador)— explicó.
—Antes, ¿cuándo?
—Antes de la pandemia. Ya después de la pandemia subió el precio de la gas y se comenzó a cobrar $0.60 centavos.
—¿Era una sola tarifa para todos?
—No. Si te subías, por ejemplo, en Santa Tecla eran $0.30 centavos.
La tarifa estipulada para esta ruta, sin embargo, es de $0.31 centavos.
En detrimento de nuestra conversación, llegamos al destino: El punto de buses de la ruta 42, ubicado en la zona del Mercado Zurita, en la Avenida Independencia de San Salvador, mejor conocido como “La avenida”.
El punto estaba repleto de tres tipos de personas. Las de camisetas amarillas con logos del MOP, que eran los nuevos motoristas reclutados de forma exprés por el Gobierno y que todavía esperaban turno para ser asignados para conducir una unidad. Los de uniforme azul negro, que eran los policías que intentaban poner orden en medio del caos de pasajeros. Y los verde olivo, que eran los militares que manejaban los microbuses o se subían en las puertas para dar seguridad.
Un hombre se acercó a la multitud de camisetas amarillas y pidió que los motoristas contratados levantaran la mano. Para motivarlos, luego de cierta indiferencia, preguntó si estaban ahí. Un motorista respondió: “Desde las 3:00 (de la mañana) estamos”. El hombre contó 21 personas con sus extremidades al aire. Les pidió que esperaran para ser asignados a una unidad de transporte.
A la 1:39 de la tarde, un microbús se acercó. Era mi ruta, así que la abordé y emprendimos el recorrido desde el punto hasta Merliot. Me senté en el asiento de la par del conductor.
—¿A qué hora le asignaron su ruta?— pregunté.
—A las 10:00 (de la mañana)— comentó.
—¿Le han dado una hora para terminar el recorrido?
—No. Pero eso te preocupa cuando ya tenés algo que hacer; cuando no tenés nada, no te preocupa.
Este motorista agregó que antes de presentarse a la entrevista de trabajo en el MOP, había trabajado como conductor de carga y nunca había manejado transporte colectivo.
Conocía su ruta, pero no algunos puntos específicos. Esto quedó en evidencia cuando un pasajero le preguntó si iba a pasar por un lugar determinado, pero contestó que no sabía y que solo conocía el punto en el que terminaría su viaje.
Siguió la calle Chiltiupán de Santa Tecla y condujo hasta el Parque San Martín. Se detuvo y regresó hasta Merliot. Ahí me bajé, pero antes le pregunté:
—¿Sabe si le van a dar viáticos para la comida?
—No me van a dar viáticos, pero me van a dar la comida.
Yo esperé que así fuera. Eran las 3:00 de la tarde, así que decidí tomarme una hora antes del próximo viaje.
A las 4:00 de la tarde, abordé la siguiente unidad de la ruta 42, con rumbo a la terminal de microbuses que por ratos pareció un puerto marítimo con un ritmo acelerado.
En esta unidad no venían solo dos militares que cuidaban las puertas, sino tres con el conductor. Este militar dijo que había trabajado desde las 4:00 de la mañana y, con este, llevaba cuatro viajes manejando.
En la parada de la basílica de Guadalupe, mejor conocida como “La Ceiba”, el microbús ya iba lleno; y esta vez sí me refiero a esa acepción: Una imagen que podría asimilarse a una lata de sardinas. Al interior de la unidad alcancé a contar a 46 personas, 3 militares y 43 civiles. Hacinados.
Unos minutos después, en una de las paradas de la Alameda Manuel Enrique Araujo, el militar que conducía hizo una señal para que los otros militares no permitieran subir a nadie más. Ya no cabían más personas, estaba inequívocamente lleno. Para nuestra fortuna, minutos después, en la próxima parada, algunos pasajeros bajaron y esto alivió un poco el espacio de la unidad.
Para ese momento, iba parado a la mitad del pasillo, sujetado del pasamanos. Un muchacho que iba a mi derecha me dijo que con los militares en las puertas se sentía más seguro, porque podía usar su teléfono sin miedo a ser asaltado. En el transporte público salvadoreño, tiene que haber militares en las puertas para sentir la certeza de que no se van a llevar tus pertenencias.
Luego, le pregunté a una señora que iba a mi izquierda:
—¿No siente que va muy lleno?
—Esto se llena más, ahorita no está topado— respondió.
—Aunque no esté topado, parece que hay más gente de la recomendada.
—Ah por lo del covid, dice. Bueno, como eso del distanciamiento ya ratos no lo respetamos— dijo, justo antes de bajarse.
Mientras se bajaba, quedó un asiento libre. Alguien se lo ofreció a una mujer que iba parada. Ella lo rechazó, porque se bajaría pronto. Pero, el microbús hizo un giro inesperado. Se desvió hacia la Tercera calle poniente de San Salvador. Así que la señora, resignada, tomó el asiento que había declinado. Condicionada por el nuevo recorrido, tomó la decisión de bajar más adelante. El muchacho que iba a mi derecha también comentó que cuando abordó la unidad hacia Santa Tecla, durante el mediodía, el motorista no se había ido por la ruta que correcta.
Mientras la unidad de transporte se adentraba en el centro de San Salvador, las personas bajaban poco a poco. Ya no estábamos hacinados. El soldado que cuidaba la puerta trasera, decidió descansar un momento y se sentó en el penúltimo asiento. Así transcurrimos en el tráfico del centro de San Salvador, que es como un fluido viscoso que se mueve lento y accidentado por las calles que son arterias.
Llegué por segunda vez a la terminal de la ruta 42. Eran las 5:55 de la tarde, y el punto parecía un hervidero. Microbuses y buses entraban y salían, mientras grupos de personas trataban de dar indicaciones, a veces incluso gritándolas, para procurar un poco de orden. Los autobuses habían sido distribuidos por diferentes recorridos que habían sido colocados en los parabrisas de las unidades. Así, podía leerse: “Ruta Sabana”, “Zaragoza Tecla”, “Ruta UCA”, “Zaragoza Merliot Santa Tecla”, para que los usuarios supieran qué ruta 42 debían tomar.
Algunas de estas personas intentaban guiar a los conductores menos expertos. Los que dirigían aparentaban tener experiencia, algunos afirmaban tener años trabajando en esto.
En ese momento, supe de una conferencia de prensa programada para las 6:00 de la tarde. Se harían presentes al lugar, según la convocatoria hecha por la Secretaría de Prensa de la Presidencia, Romeo Herrera, ministro de Obras Públicas, y Francis Merino Monroy, ministro de Defensa, para verificar el adecuado funcionamiento de las unidades del transporte colectivo.
Al final, solo apareció Herrera. Habló sobre las 11 medidas adoptadas por el gobierno salvadoreño para paliar los efectos económicos del conflicto entre Rusia y Ucrania. Específicamente, mencionó cómo el despliegue efectuado sobre las rutas 42 y 152 formaba parte de los planteamientos de estas medidas para evitar el incremento en la tarifa del pasaje. No mencionó la captura de Catalino Miranda, pero sí que había que garantizar que ambas rutas pudieran desarrollar sus servicios adecuadamente.
Agregó que en las rutas de transporte que habían sido operadas por el Gobierno, las aglomeraciones de personas no habían ocurrido. Cosa que, según la experiencia de los usuarios de este día, es falsa. Ni la presencia de militares ni el control del Gobierno en los puntos de llegada de las unidades pudo resolver la sobrecarga de pasajeros en el transporte colectivo, que es uno de los problemas clásicos. El crimen tampoco parece que se resuelva con militares en los autobuses. El día que no estén, las fechorías podrían regresar y aquel muchacho que iba a mi derecha seguramente no va a sacar su celular por temor a que se lo roben.
Luego de la conferencia, alrededor de las 7:00 de la noche, tomé la última unidad de la ruta 42 de este viaje. En el camino, el militar que resguardaba la puerta trasera se quejaba de no haber comido nada en todo el día, solo había bebido agua. A su lado, dos conductores que ya habían terminado su jornada dijeron que lograron comer algo en su paso por Zaragoza.
El desorden en las unidades de transporte siguió, como siempre, en la de administración estatal de las rutas 42 y 152, como si nada había cambiado. Cuando me bajé de la unidad, concluí que el éxito en la organización adecuada de un sistema de transporte quizá no recaiga solamente sobre las piezas que lo ejecutan, sino en la logística que las ordena. Y la logística, al menos este día de la nueva organización de un ente privado por parte del Gobierno, parece ser igual o muy parecida a la de antes. Incluso peor, porque algunos usuarios no se bajaron en las paradas que esperaban y llegaron tarde a sus destinos, debido a que los militares y nuevos motoristas no conocían todo el recorrido.