Visité el cementerio La Bermeja, en San Salvador, el miércoles 6 de mayo. Hacía muchos años que no me acercaba a este tipo de lugares, porque generan una tristeza que prefiero evitar. Pero esta vez fui porque era inevitable para hacer un fotorreportaje. Llegué a la 1:30 p. m. Me dijeron que al fondo está la comunidad El Bambú II, donde podría platicar con algunas de las 20 familias que viven ahí y retratar su realidad en medio de la emergencia por COVID-19.
En GatoEncerrado siempre hemos priorizado contar lo que ocurre allá donde las personas no tienen quién las escuche, ni quién las vea. Así es como he visitado comunidades del país que son vulnerables durante la emergencia, pero aquí es una situación particular. Las personas de esta comunidad viven la pandemia a siete metros de donde entierran a los fallecidos por COVID-19.
Cualquiera pensaría que lo más angustiante para los habitantes de El Bambú II es la amenaza constante de vivir en un lugar donde podrían contagiarse cada vez que hay un nuevo entierro. Pero la verdad es que esa es una preocupación menor en este lugar. Lo que más urge es tener algo para comer en la cuarentena domiciliaria y sobrevivir al próximo invierno.
En la pluma del cementerio me encontré con un miembro del Cuerpo de Agentes Metropolitanos (CAM), que hacía guardia. “No está permitido el acceso”, me dijo, a secas. Como me quedé sin intención de irme, se vio en la necesidad de rellenar el silencio con una explicación: “la entrada al cementerio y a la comunidad está habilitada únicamente para los empleados de la alcaldía de San Salvador y habitantes de la comunidad”.
Respondí que soy fotoperiodista y que la gente de la comunidad me estaba esperando. Pero aún así se negó. Así que llamé a Daniela, mi contacto en El Bambú II. “Voy a salir a buscarlo”, me contestó por teléfono y minutos después apareció.
Para ese momento, el administrador del cementerio ya se había acercado a la entrada para ver quién andaba fisgoneando. “Por motivos de seguridad no hay acceso”, me reiteró. “Espere —me dijo Daniela para garantizarme que iba a entrar— voy a hablar con él”.
Escuché que ella argumentó, ante el administrador, que en la comunidad había necesidad y que yo haría público el problema. Al final, el administrador accedió bajo la condición de irme directo a la comunidad y de no andar tomando fotos en el cementerio.
Caminamos en línea recta hacia el cementerio. Le presté poca atención a las tumbas. Eran casi las dos de la tarde y hacía calor. Sentí que el camino era más largo y yo estaba impaciente por llegar.