Alcé mi corvo. Los demás hicieron lo mismo. Me ajusté el sombrero. Vi los ojos que me observaban: blancos y brillantes, sobre rostros de piel tostada y agrietada. Saqué mi caracol. Lo soplé. Tras la señal, salimos a la noche.

Nadie hablaba. Los únicos sonidos que se escuchaban eran el cri, cri, cri de los grillos, y el que causaban nuestros pies al pasar sobre el zacate y las cáscaras de café.

Vimos llamas a lo lejos. Hacia ahí nos dirigimos. Las casas de paja y palma ardían. El humo empezó a llenar nuestros pulmones; ese olor evitaba que percibieramos el de la muerte. 

Cerré mis ojos para escuchar el crepitar del fuego. Me hinqué y pedí por las almas que ahí se consumían. “Recuperaremos la tierra”, dije. 

Las balas llegaron. ¡Pam¡ ¡Pam!¡Pam! Era una emboscada. 

Intenté sacar mi corvo, pero mi mano lo soltó para ir a mi pecho y tapar el hoyo que derramaba sangre. De rodillas, vi a los otros ir con sus armas alzadas contra la tropa que nos atacaba. Caían, caían. Al final, todos los cuerpos quedaron desperdigados.

El pelotón se acercó a mí. Grité. Y fue lo último que hice antes de que descargaran sus proyectiles. 

A la salida del sol, las fosas ya estaban listas. Uno a uno nos fueron metiendo en ellas. Mientras las moscas se posaban sobre nuestros rostros, un soldado llegó y quiso tomar mi corvo, pero no pudo quitármelo; trató de hacer lo mismo con otro de mis compañeros pero también fue en vano. Su superior le dio una orden. Nos miró con desprecio y se fue sin nada. 

Nosotros seguimos aquí, enterrados bajo la tierra que cultivamos toda nuestra vida y por la que luchamos. Solo quedan huesos y corvos.