Opinión

Hombres fuertes, masculinidades débiles

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Carlos Iván Orellana

Doctor en Ciencias Sociales por la FLACSO-Centroamérica. Investigador y profesor de la Universidad Don Bosco (UDB) de El Salvador. Co-Director del programa de Doctorado y Maestría en Ciencias Sociales, cotitulado UCA-UDB. Cuenta con diversas publicaciones en temas como violencia e inseguridad, migración irregular hacia los Estados Unidos, autoritarismo, anomia, prejuicio y la psicología de los crímenes de odio.

¿Será casualidad que tantos hombres salvadoreños tiendan a quitarse la vida, quitársela a otros, exploten frente al volante o necesiten intoxicarse para sobrellevar su existencia en un país como este?

Por Carlos Iván Orellana*

Semanas atrás circuló el video de un hombre amenazando a otro con un arma de fuego que le increpaba por haberle “echado el carro”, y otro en el que un conductor de un vehículo y un motociclista se lían a golpes en plena calle. Si el arma del primer caso se hubiera encontrado presente en el segundo, muy probablemente tendríamos una tragedia. En la segunda situación, además, se escucha a la mujer que acompañaba al motociclista intentando inútilmente persuadirlo para evitar la confrontación y luego afirmó que el conductor iba borracho. 

Estos nada raros sucesos en nuestro medio suelen desplegar un antimanual cultural de resolución de conflictos: conducción vial ofensiva, insultos gratuitos, reclamos cada vez más aireados, retos y provocaciones, amenazas, golpes o disparos. Con abrumadora frecuencia los protagonistas de estas espirales confrontativas repentinas son hombres. Y aunque el caos vial y la testosterona tienen que ver, hay que llamar la atención sobre la masculinidad precaria: por un lado, la expectativa dominante -y visible, aparente- que establece cómo se supone que debe comportarse un hombre; pero, además, un comportamiento -latente, de fondo- cargado de mucha ansiedad, inseguridad personal y necesidad constante de probarse a sí mismo y ante los demás. 

Nuestras sociedades convencionales y machistas construyen y educan de manera diferencial a hombres y mujeres: a ellas, como esencias fijas destinadas a la discreción, al ornamento y atadas a roles tradicionales como la maternidad y el cuido. Mientras a ellos se les alienta el desenvolvimiento en el espacio público y el alto rendimiento en distintas áreas de su vida (sexual, laboral, deportiva). De esta forma, se legitiman y perpetúan condiciones de inmovilidad social y vigilancia respecto del cuerpo y las prácticas femeninas, mientras se erigen masculinidades marcadas por la agresividad, la toma de riesgos innecesarios, la provocación fácil, el descuido de la salud (“el macho lo aguanta todo”), la sexualidad compulsiva, la posesividad celotípica y la misoginia. Todo en aras de probar o restituir constantemente la valía personal y el estatus masculino. 

La tesis de la sobrecompensación masculina ha probado que cuestionar la masculinidad de hombres se traduce en exhibiciones extremas de la misma, tales como mayores niveles de homofobia, creer en la superioridad masculina, apoyar una guerra y la inclinación por adquirir vehículos todoterreno. Por su parte, cuestionar la feminidad de mujeres no produce tal esfuerzo compensatorio. Esta susceptibilidad masculina ayuda a comprender ese potencial de cóctel molotov ambulante de muchos conductores. Asimismo, se ha encontrado que la agresividad en conductores salvadoreños es mayor en relación al tamaño del vehículo (a mayor tamaño, más agresividad) y se vincula con el consumo de alcohol, entre otros factores. 

La violencia masculina señala y responsabiliza a los hombres, pero también a la realidad inhóspita que los contiene. El Salvador ostenta tasas de muerte masculina epidémicas por consumo de alcohol, por violencia, accidentalidad vial y por suicidio. ¿Será casualidad que tantos hombres salvadoreños tiendan a quitarse la vida, quitársela a otros, exploten frente al volante o necesiten intoxicarse para sobrellevar su existencia en un país como este? 

Una investigación nacional en 2017 evidenció que hombres y mujeres no diferían en el uso del vehículo para expresar agresividad, conducción arriesgada ni en comportamiento agresivo al conducir. Es muy difícil escapar a los tentáculos de una sociedad que instiga la resolución violenta de conflictos, que vulnera las leyes viales más elementales y que, en última instancia, promueve formas de convivencia altamente masculinizadas. La práctica social compulsiva de competir por ver quién la tiene más grande -la billetera, la pistola, la influencia por el cargo que se ostenta, la prepotencia, la máquina que se conduce- constituye un serio problema cultural y de salud pública.

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Carlos Iván Orellana

Doctor en Ciencias Sociales por la FLACSO-Centroamérica. Investigador y profesor de la Universidad Don Bosco (UDB) de El Salvador. Co-Director del programa de Doctorado y Maestría en Ciencias Sociales, cotitulado UCA-UDB. Cuenta con diversas publicaciones en temas como violencia e inseguridad, migración irregular hacia los Estados Unidos, autoritarismo, anomia, prejuicio y la psicología de los crímenes de odio.

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