Opinión

La salud mental no está en la cabeza

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Carlos Iván Orellana

Doctor en Ciencias Sociales por la FLACSO-Centroamérica. Investigador y profesor de la Universidad Don Bosco (UDB) de El Salvador. Co-Director del programa de Doctorado y Maestría en Ciencias Sociales, cotitulado UCA-UDB. Cuenta con diversas publicaciones en temas como violencia e inseguridad, migración irregular hacia los Estados Unidos, autoritarismo, anomia, prejuicio y la psicología de los crímenes de odio.

Promover la salud mental colectiva no requiere un ejército de especialistas. Los profesionales de la salud mental están llamados a ser una voz crítica de las condiciones deshumanizantes que erosionan el bienestar psicológico de los individuos.

Por Carlos Iván Orellana*

En 2010, la OMS pronosticaba que en 2020 la depresión sería la segunda causa de discapacidad a nivel mundial (solo superada por las afecciones cardiovasculares). Para 2019, la OPS estableció que los problemas de salud mental constituían ya la principal causa de discapacidad en el mundo. 

El siglo XXI arrancó movidito fuera de la órbita guanaca (las torres gemelas en llamas, crisis financiera global, terrorismo) y justificando más de algún desvelo. Dentro, sufrimos un par de terremotos, la aplicación de esteroides a las pandillas con el manodurismo, el huracán Stan, el sopapo de la crisis financiera sobre una economía siempre en crisis, el sangriento rompimiento de la tregua, y desde 2019 el país convertido en una Ghotam City de tercera en la que, si acaso existe Batman, está del lado del Joker. Todo aderezado con la inseguridad acostumbrada, subsistencia contra todo pronóstico, tráfico infernal, decepción política, evasión consumista e incertidumbre colectiva para exportar. 

Pero el 2019 terminaría jocoso. En la provincia china de Wuhan, ajeno a todo alarde de imbecilidad humana, pero a punto de sucumbir a ella, un Pangolín portador del nuevo coronavirus iba pasando, alguien se lo merendó y hoy, henos aquí: lavándonos las manos compulsivamente, con los rostros cubiertos y la añoranza de los abrazos y los besos que no dimos, financieramente rotos, con miedo a que cualquiera lleve a la muerte consigo y que en su respiración se esconda su guadaña. La sensación de que el mundo está patas arriba y que el estrés nos sale por las orejas viene de lejos, está justificada y constituye una experiencia que nos envuelve a todos de distintas maneras.

La salud mental no está, inicial ni primariamente, en la cabeza. Cierto es que existen rasgos hereditarios, bioquímicas cerebrales, manías, personalidades de todos los colores y otros asuntos que se pierden cabeza-adentro. Pero, en principio, nadie trae un software preinstalado y más bien, nos vamos configurando psicológicamente según la particular relación que entablamos con la realidad peculiar que nos rodea.

Si para Sartre el infierno era los otros, Mario Benedetti nos recordaba que “cuando el infierno son los otros, el paraíso no es uno mismo”. La salud mental está fuera: por eso la mujer que sufre niveles de depresión más altos que el hombre en el país y en el resto del planeta podría recibir toda la terapia o los fármacos del mundo, o los estigmatizantes talleres de “autoestima” y la biologista sugerencia de desperfecto hormonal, sin que nada cambie. Nada, mientras no se cierren brechas salariales y educativas; se niegue la soberanía corporal que el acceso al aborto legal y seguro requiere; mientras entre la casa y la calle se intercambien amenazas y miedos; si no se equilibra el interminable cuidado de otros y la saturación mental aparejada; mientras se le exija ser santa en público, bomba lujuriosa en privado y, ya que estamos, que siempre sonría, se “arregle” y no envejezca jamás.  

Patologizar la vida mental de la gente fomenta la culpabilización personal y la exculpación de las deficiencias institucionales, del atraso cultural y educativo, o de la exclusión socioeconómica. Promover la salud mental colectiva no requiere un ejército de especialistas enfocados en arreglar mentes, corregir comportamientos y emociones o repartir terapias a mansalva. Los profesionales de la salud mental están llamados a ser una voz crítica de las condiciones deshumanizantes que erosionan el bienestar psicológico de los individuos. 

Poco sentido tiene pretender cambiar una visión sombría del mundo manteniendo inalterado el mundo objetivamente tenebroso que la produce. Reflexionando sobre este incombustible sanatorio de apacibles lagos y cielos de púrpura y de oro, Ignacio Martín-Baró decía –¡en 1972!–  que si queríamos una nueva sociedad debíamos “cultivar una capacidad profunda de desadaptación”. La cordura, que siempre es política, pasa por declararse salvadoreña-mente incompetente, loco, disidente, anormal, desadaptado, libre.

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Carlos Iván Orellana

Doctor en Ciencias Sociales por la FLACSO-Centroamérica. Investigador y profesor de la Universidad Don Bosco (UDB) de El Salvador. Co-Director del programa de Doctorado y Maestría en Ciencias Sociales, cotitulado UCA-UDB. Cuenta con diversas publicaciones en temas como violencia e inseguridad, migración irregular hacia los Estados Unidos, autoritarismo, anomia, prejuicio y la psicología de los crímenes de odio.

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