Opinión

Poderosos negacionistas

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David Morales

Defensor de Derechos Humanos. Director de litigio de Cristosal. Exprocurador para la Defensa de Derechos Humanos.

Por David Morales*

El negacionismo de la historia ha sido una constante de los gobernantes salvadoreños. La imposición de este discurso oficial ha favorecido la persistencia de un estatus quo de abusos a los derechos humanos e institucionalización de la impunidad. La desmemoria es una efectiva herramienta de opresión, utilizada por élites de poder que instrumentaron siempre a las cúpulas dirigenciales de la Fuerza Armada de El Salvador.

La política de masacres sistemáticas de población civil en zonas rurales a los inicios de los ochenta fue la trágica repetición de la “gran matanza” de 1932, enterrada en el olvido, la mentira oficial y la glorificación militar exacerbadas por la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez. La historia se repitió pronto: 1932 y la década de los setentas y ochentas significan dos genocidios en menos de 50 años.  La naturalización y la repetición de las violencias que padecemos hasta la actualidad no son fenómenos espontáneos; el histórico abuso del poder y su negacionismo son protagonistas de estas tragedias.

Alfredo Cristiani, firmante de la paz, en 1990 negó ante el Juzgado de Primera Instancia de San Francisco Gotera la existencia de archivos militares relacionados a la masacre de El Mozote. Después promovió que este y todos los crímenes de la guerra acabaran en el olvido con la Ley de Amnistía absoluta de 1993. Por esa ley, el juicio en el caso de El Mozote fue cerrado por 23 años.

Después, Cristiani bloqueó el desarrollo de una policía verdaderamente civil, protegió a los miembros de la “tandona” militar involucrados en la masacre de la UCA e inició la era de las políticas económicas neoliberales que afectaron gravemente la agenda de democratización de los Acuerdos de Paz. Tras el gobierno de Cristiani, debe señalarse que los gobiernos posteriores también acumularon su cuota de responsabilidad por abandonar o violentar la agenda de la paz.

Pero, más allá de estos gobernantes negacionistas y los grupos de poder que les respaldaron, los Acuerdos de Paz impusieron un legado de cambios inéditos, hasta entonces impensables. El impacto de los Acuerdos de Paz se ha colocado desde entonces por sobre los hombres que han ostentado el cardo de presidentes, incluso sobre Cristiani, que los firmó y los violentó después de forma infame en muchos aspectos.

Gracias a los Acuerdos de Paz, la poderosísima Fuerza Armada se redujo en decenas de miles de efectivos; batallones élites (entre ellos el Atlacatl) y cuerpos policiales fueron disueltos; la cúpula militar relacionada a crímenes de guerra fue separada; también se modificó formalmente la doctrina militar. Así, la capacidad de mandos en turno que controlaban la Fuerza Armada para generar sistemáticas violaciones a los derechos humanos fue neutralizada. El FMLN, por su parte, debió desmontar su estructura militar y clandestina, renunciar a la lucha armada y someterse a las reglas formales de la democracia. El FMLN entregó las armas y los abusos a los derechos humanos que varios de sus mandos generaban o toleraban desde esa posición no volverían a ocurrir. La PNC y la PDDH nacieron en oposición a ese pasado de crueldad y violencia generalizada, como medida de no repetición.

Los derechos humanos fueron el eje de los Acuerdos de Paz. No sólo el fin del conflicto armado, también la vigencia irrestricta de los derechos humanos, la democratización y la reconciliación son los grandes objetivos del proceso (Ginebra, 1990). El acuerdo de San José, orientado a promover el respeto de los derechos humanos y la humanización del conflicto, fue el primer gran paso (1991). Luego, la Comisión de la Verdad, destinada a provocar el encuentro con el doloroso pasado y la investigación de los crímenes de guerra. Y recordemos también que los acuerdos pactaron juicios ejemplarizantes contra los violadores de los derechos humanos de ambos bandos (Chapultepec, 1992). Estos legados son incontrovertibles. 

Pero hubo más. La importante reforma constitucional y los cambios progresistas en el sistema jurídico del país derivados de esta. La reforma electoral, tímida y limitada, pero suficiente para desterrar el fantasma de los grandes fraudes electorales que actuaron como detonantes del conflicto armado en los setentas. Nada fue igual desde los Acuerdos de Paz, el paroxismo de la guerra civil se detuvo. 

La agenda de los Acuerdos de Paz relacionada al desmontaje del conflicto fue cumplida y aún hoy es ejemplo mundial de esfuerzo nacional e internacional; además, los acuerdos no fueron el resultado de una coyuntura. Los Acuerdos de Paz serían impensables sin los procesos previos internos que construyeron las bases para su viabilidad: la lucha de Monseñor Arnulfo Romero contra la represión, la década de diálogos por la paz liderada por Monseñor Arturo Rivera, el trabajo académico y pastoral incesante de Ignacio Ellacuría y los padres jesuitas de la UCA, el esfuerzo social del Debate Nacional por la Paz, las luchas de las comunidades organizadas de desplazados y refugiados, la entrega sin límites de los Comités de Madres y las organizaciones históricas de derechos humanos. Hay mucha sangre derramada en nombre de la paz que permitió que la etapa final de negociaciones bajo cobijo de la ONU tuviera éxito. 

Cualquier esfuerzo real y serio por democratizar el país, necesariamente deberá partir de las bases democráticas mínimas que los Acuerdos de Paz determinaron para El Salvador. Sin embargo, cada vez que los Acuerdos de Paz se volvieron incómodos para los intereses del poder en turno, los gobernantes incomodados siempre recurrieron al negacionismo, la vieja y confiable herramienta.

Primero negaron a la Comisión de la Verdad, después al Foro Económico Social que buscaría discutir las causas estructurales de la guerra. Después negaron los alcances de la reforma judicial y le cerraron el paso. Pero entre todos los negacionismos, siempre me ha impactado sobremanera la persistencia de todos en proteger a los criminales de la guerra. Basta un ejemplo: hasta 2015, el Estado de El Salvador se reservó “el derecho” de cometer genocidios si los estimaba necesario, al bloquear la ratificación del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. Inconcebible pero cierto.

Los gobernantes que venden el olvido usualmente recubren con las mieles de la demagogia sus propósitos de opresión. Por ello, pese a su legado incontrovertible, la agenda de los Acuerdos de Paz ha sido tan vulnerada en ámbitos destinado al control del poder. Los acosos a la PDDH, la legitimación de la inconstitucional y permanente militarización, la cooptación de la Corte Suprema de Justicia y otras entidades son claros ejemplos.

Pero pese a todo, los Acuerdos de Paz sobrevivieron hasta hoy, en su básico sustrato: los estándares mínimos de la democratización. Elecciones sin fraudes; avances en la libertad de expresión ganada por periodistas y ciudadanía y no por empresas de medios; transparencia; cierto ejercicio al menos de contrapesos entre poderes de estado, algunos muy relevantes. 

Hoy, enfrentamos un nuevo capítulo: el del presidente Nayib Bukele y su discurso del negacionismo absoluto de los Acuerdos de Paz y su absurda tergiversación sobre las causas y consecuencias de la guerra civil. Reprochar totalmente el legado de los Acuerdos de Paz solo es explicable si el propósito es neutralizar los hasta hoy “sobrevivientes” estándares democráticos mínimos que tales acuerdos instauraron. El proyecto de justificar la acumulación y abuso de poder es evidente. Una vez más el negacionismo es una vieja y confiable herramienta. Esta vez, de paso, con el infame corolario de instrumentalizar el caso de la masacre de El Mozote y sitios aledaños.

Pienso, y casi estoy seguro, que la desatinada gesta antidemocrática no perdurará, como la de anteriores negacionistas, no sin antes hacer mucho daño, también como los anteriores. Sobre el caso de El Mozote sí estoy seguro: ningún presidente que proteja criminales de guerra puede salir bien librado, tarde o temprano, de la historia. Apellídese Cristiani o Bukele. 

Cristiani negó la existencia de los archivos militares vinculados a la masacre de El Mozote en 1990, ante la petición de un Juez. Bukele lo ha hecho en 2021, con el agravante de ordenar que se impidiera cumplir con la primera orden de un juez salvadoreño para inspeccionar tales archivos.

Las víctimas de El Mozote, desde su humildad y nobleza inmensa, han persistido siempre hasta derrotar a todos los poderosos presidentes negacionistas de esta comarca. Su verdad tiene la fuerza que los Acuerdos de Paz reconocieron a la dignidad de las víctimas. Estoy seguro de que hoy no será la excepción.

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David Morales

Defensor de Derechos Humanos. Director de litigio de Cristosal. Exprocurador para la Defensa de Derechos Humanos.

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