Foto/Marta/Leonel Pacas

Sobrevivientes de violencia sexual: las excluidas de los Acuerdos de Paz

Marta fue violada dos veces en un campamento guerrillero en 1992. Su agresor, un exjefe de la guerrilla, no tuvo ninguna sanción en su momento y ahora tiene un cargo de función pública. El caso de Marta y el de muchas otras mujeres abusadas sexualmente por la guerrilla o por cuerpos de seguridad del Estado, no figuran en ningún informe oficial y continúan impunes. Para especialistas e investigadoras, los niveles de violencia de género actuales no son una casualidad en “tiempos de paz”. La ausencia de las voces y demandas de las mujeres en la negociación para llegar a los Acuerdos de Paz ha marcado el presente de las mujeres salvadoreñas.

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Por Mónica Campos

Marta Miriam Ayala recuerda bien el día de 1989 en el que una bala le atravesó el brazo. Lo cuenta entre risas mientras muestra la cicatriz. “Era normal, era normal”, repite mientras aguanta la risa, al recordar que fue a parar a un hospital clandestino, donde su herida se llenó de gusanos. “Era normal eso, es más, nos habían dado dos granadas por si nos capturaban, para hacerla explotar y matarnos, porque manejábamos mucha información”, dice, sin reparar que para ese entonces era una adolescente. Marta se ríe de sus heridas de guerra, pero le es imposible mantener la calma y aguantar las lágrimas cuando cuenta que poco después de la firma de los Acuerdos de Paz, acuartelada en el campamento guerrillero de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), fue violada por un jefe guerrillero de seudónimo Amílcar. 

En la clandestinidad, Marta se llamaba Evelyn. A los 13 años ya se había unido a las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL). En la ofensiva de 1989, se desempeñó como radista operativa. Fue mientras hacía un enlace de comunicación, en Ciudad Delgado, que una bala la alcanzó en el brazo derecho. En 1990 decidió trasladarse a las FPL en la zona de Chalatenango.

Poco después de la firma de los Acuerdos de Paz, el pelotón al que pertenecía fue acuartelado y enviado a una zona aledaña, comandada por un jefe guerrillero que no era el suyo. “El jefe de la zona era Amílcar, el Cabo. Los Acuerdos de Paz ya se habían firmado, estábamos en la zona de San Francisco Morazán, Chalatenango”, recuerda y sigue con su relato: “Un día, bajó el jefe de la zona que era Amílcar. Según él, que a checar que todo estaba bien y tomó la decisión de quedarse en el campamento del pelotón de mi jefe. Hubo un compañero que me dijo: ‘bicha, no durmás sola. Venite para acá’. Y yo le dije no y él insistía que no durmiera sola en mi champa”. 

Marta entregó su turno y se fue a acostar, a lo que ella recuerda como “su champa”. Entrada la noche, sintió que alguien había entrado. Era Amílcar. “Primero comenzó a hablarme, a decirme que yo le gustaba y yo le decía que eso no era posible, que a mí él no me gustaba. Entonces él comenzó a cuestionarme, a decirme: ¿verdad que vos sos marimacha? Y yo le decía que no. Y él me dijo: ‘yo te voy a quitar lo marimacha’”. Amílcar insistió un par de minutos y ante la negativa de Marta, decidió ponerle la pistola en la cabeza, según recuerda la sobreviviente. Le dijo que si no era por las buenas, iba a ser por las malas. “Esa parte yo no la hablo”, alcanza a decir antes de quebrarse. 

La historia de Marta no es un caso aislado y a pesar de que la violencia sexual era un acto sistemático de parte de ambos bandos, no está reconocida de manera específica ni tomada en cuenta a la hora de formular medidas de reparación en el acta de los Acuerdos de Paz, ni en el Informe de la Comisión de la Verdad.

Las mujeres no tuvieron la representatividad deseada en el momento de la negociación, según Morena Herrera, quien fue militante en las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (FARN), una de las cinco estructuras que formaban el FMLN. “La igualdad entre hombres y mujeres no formaba parte del ideario de la guerrilla y eso se expresó en lo que negociaron en los Acuerdos de Paz. Al momento del proceso de elaboración de los acuerdos ya habíamos organizaciones que empezábamos a hacer reivindicaciones con cierto carácter feminista, pero no teníamos fuerza para presionar. Tampoco estuvimos presentes. Las mujeres que estuvieron presentes en la negociación hablaban como hombres, como compañeros”, asegura Herrera. 

La declaración final de los Acuerdos de Paz está firmada por seis hombres representantes del gobierno; por Boutros Boutros-Ghali, secretario general de las Naciones Unidas; y por parte del FMLN, quienes firman son ocho hombres y dos mujeres. Una de las mujeres que estampó su firma fue Ana Guadalupe Martínez.

“No era un punto de agenda local y mucho menos esencial en aquella época”, comenta Martínez cuando se le pregunta por la ausencia de las demandas de las mujeres en el acuerdo. Cuando se le pregunta sobre los casos de abuso sexual agrega que “más se sabía a nivel de rumores que como una situación documentada. Yo veo que ahora las compañeras tienen libertad para hablar y para contar sus historias, pero en aquella época había mucho temor. Estábamos en una condición de desventaja real. Eso es por lo que no aparece el tema de género en los acuerdos. No había apoyos, no había respaldos, no había quien dijera: sí, hagamos esto porque te vamos a apoyar. Entonces en la individualidad, es la vulnerabilidad la que impera.”

La otra firmante, la diputada Nidia Díaz, reconoce que “es una de las ausencias que tuvimos. Esto lo comprendimos después de la firma de la paz, cuando ya pudimos conversar más a fondo con el movimiento feminista y también (hay que) decir que las Naciones Unidas todavía no tenían el enfoque de género. Recordemos que el secretario general, ocho años después hace la declaración 1325 que habla de la mujer en el conflicto armado y post conflicto.”, señala.

La declaración 1325 fue aprobada el 31 de octubre del año 2000 por unanimidad en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El documento “Insta a todas las partes en un conflicto armado a que adopten medidas especiales para proteger a las mujeres y las niñas de la violencia por razón de género, particularmente la violación y otras formas de abusos sexuales, y todas las demás formas de violencia en situaciones de conflicto armado”. Además, “subraya la responsabilidad de todos los Estados de poner fin a la impunidad y de enjuiciar a los culpables de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, especialmente los relacionados con la violencia sexual y de otro tipo contra las mujeres y las niñas”.

Es cierto que la declaración 1325 llegó tarde para las salvadoreñas; sin embargo, la abogada y máster en Derechos Humanos, Paula Cuéllar, señala que ya había documentos internacionales que abrían el debate sobre los derechos humanos de las mujeres en conflictos armados.

“Ya había habido tres conferencias mundiales previo a la conferencia de Beijin de derechos de las mujeres. La última en Kenia, en Nairobi en 1985; y ya se había tratado el tema de violencia contra las mujeres en conflictos armados, brevemente, pero ya se había tratado”, señala y agrega: “Ya estaba la Convención de la Eliminación contra toda forma de Discriminación contra las Mujeres, la CEDAW, desde 1979. Entonces podemos ver que ya había varias resoluciones de carácter internacional que hablaban sobre la violencia contra la mujer”. La CEDAW es un tratado internacional instituido por la Asamblea General de las Naciones Unidas y es el primer tratado que ratifica los derechos reproductivos de las mujeres. El Salvador firmó el documento el 2 de junio de 1981, a través de la Junta Revolucionaria de Gobierno. 

El silencio de las mujeres

Esta es la segunda vez que Marta relata con detalle la violación. La primera vez que relató los hechos detalladamente lo hizo para una entrevista de la tesis de doctorado de Paula Cuéllar, quien estudia Historia y Derechos Humanos en la Universidad de Minnesota. Desde 2016, Cuéllar realiza una investigación sobre violencia contra las mujeres y las niñas durante el conflcito armado en El Salvador. Su trabajo se enfoca en violencia sexual por parte de ambos bandos, tanto de las fuerzas represivas del Estado, como de la guerilla. Una de sus líneas de investigación busca responder por qué la violencia sexual está tratada de manera superficial dentro del Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador. 

El Informe de la Comisión de la Verdad es una de las medidas aprobadas en el proceso de negociación, en los acuerdos de México de 1991 y reafirmada en el acta de los Acuerdos de Paz de Chapultepec de 1992. “La Comisión de la Verdad, a mi parecer, solo se centró en tres tipos de casos que eran homicidios, desapariciones forzadas y tortura y otros tratos inhumanos y degradantes pero que terminaban en muerte”, explica Cuéllar. “Y también se ve la poca importancia que tuvo ese asunto, porque en el caso de las hermanas Maryknoll, cuando está narrando la cronología de hechos de violencia por año, ahí sí menciona que fueron violadas las hermanas, pero ya cuando trata su caso en específico ya no se menciona otra vez que las hermanas fueron violadas”, comenta. 

Silvia Juárez, del Observatorio de Ormusa, coincide con que la visión de derechos de las mujeres está desaparecida en el proceso de pacificación. “Basta ver el Informe de la Locura a la Esperanza, que es uno de los documentos de principal recuperación de la memoria de ese período y revela como hubo violaciones sistemáticas a los derechos humanos y en ninguna de ellas se revela como violación sistemática esa violencia sobre los cuerpos de las mujeres, la servidumbre doméstica y forzosa que se hizo sobre ellas. Y, sin embargo, se suscribió la paz. Es decir, la paz se escribe sobre el silencio de las mujeres y deja un mensaje instalado para las nuevas generaciones: puede pasar porque nadie va a pagar por ello”, comenta. 

Las mujeres callaron por mucho tiempo. Marta quedó embarazada producto de la agresión que describe y solo pudo hablar de la violación varios años después. Según cuenta, su familia sabía quién era el padre de su hijo, pero no la manera en la que fue concebido.

Morena Herrera, ahora defensora de derechos humanos, asegura que en ese momento el miedo les impidió denunciar. “Nosotras, las que éramos Las Dignas en 1993, en una jornada que tuvimos, leímos el Informe de la Comisión de la Verdad. Y cuando lo leímos yo recuerdo que nos quedamos un poco como paralizadas. Y nos preguntaron dos mujeres que no eran salvadoreñas: ¿quienes de aquí tenían cosas que ir a denunciar a la Comisión de la verdad? Y habíamos como 27 salvadoreñas. Todas levantamos la mano. Y preguntan después: ¿y quienes fueron a la Comisión de la Verdad? Ninguna. Había mucho miedo detrás de eso y mucha dificultad de reconocer las propias violaciones de derechos humanos que se habían ejercido contra nosotras mismas”.

Para explicar el silencio de las mujeres, Silvia Juárez recurre al proceso de pacificación de Guatemala. “He conocido la experiencia de los casos de Guatemala y les ha tomado alrededor de 4 o 5 años el poder trabajar con las mujeres para esta ruptura del silencio. Primero, el reconocerse como sobrevivientes de un ataque sexual que fue perpetrado por unos y por otros, pero finalmente por hombres. Y otro tiempo más para poder decirlo públicamente y poder llevar a la justicia. El proceso de sanación de esto es muy fuerte porque implica reconocer que hubo hijos producto de esto, que hay situaciones que afectan, que instalan traumas muy fuertes sobre la vida de las mujeres y las nuevas generaciones”.

Las mujeres en Guatemala tuvieron, en alguna medida, la posibilidad de denunciar y acceder a la justicia. Morena Herrera asegura que tomaron como referencia el caso de El Salvador. “Lo digo con propiedad. A las guatemaltecas les sirvió, en alguna medida, el proceso de denuncia que hicimos las salvadoreñas porque un grupo de guatemaltecas vinieron al primer encuentro nacional de mujeres que hicimos aquí, en febrero del 92, un mes después de la firma de los acuerdos y ahí analizamos cómo estábamos las mujeres en los Acuerdos de Paz. Y vimos que no estábamos. Ellas tuvieron al menos algunas medidas y se creó el sector mujeres como una medida de seguimiento a los acuerdos de paz en Guatemala”, explica.  

Acceso a la justicia e impunidad

Marta asegura que fue violada una vez más por Amílcar. La segunda vez fue amenazada con una navaja suiza, en abril de 1992, cuando ella tenía 17 años de edad. Además, dice que fue amenazada para no contarle nada a nadie. Dio a luz a un niño el 22 de enero de 1993. Comenta que tiempo después buscó en repetidas ocasiones al padre del niño para que lo reconociera y él no quiso hacerse cargo hasta después de varios años. GatoEncerrado tuvo acceso al acta de reconocimiento del niño, expedida por la alcaldía de Chalatenango y fechada en 2010. Marta asegura que volvió a buscarlo tiempo después para pedir un permiso, porque necesitaba llevarse a su hijo a Estados Unidos, donde residen actualmente.

El caso de Marta es acompañado por el Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad y se encuentra actualmente en revisión para la apertura de un proceso judicial. “Todavía estamos preparando porque francamente ningún testigo quiere declarar. Tienen miedo a estas alturas”, comenta Benjamín Cuéllar, defensor de derechos humanos e impulsor de la organización. 

“El sistema tiene muchas fallas, muchos vacíos y yo creo que eso viene de que la centralidad no es la víctima. Se hace justicia dependiendo de quién es la víctima y el victimario. Para mí, los casos de violación, en el escenario en que se dio este caso, en campamentos, que seguían acuartelados, es un ejercicio del poder jerárquico, que además se ve complicado por el factor del miedo de los testigos”, agrega.

Marta cuenta que buscó a uno de los testigos para declarar en un eventual proceso judicial y la respuesta que recibió fue negativa. “Me dijo que eso ya era cosa del pasado”. El Sistema Judicial que heredamos de los Acuerdos de Paz pide a las víctimas de violación que presenten pruebas y testigos. Paula Cuéllar considera que el tratamiento judicial no es el adecuado para delitos sexuales. “En los crímenes de violación muy pocas veces hay testigos. Es un crimen sin testigos. Y creo que ya la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dicho que en los crímenes de violación  hay que tener estándares de prueba más flexibles y sensibles a temas de género porque, pues, muchas veces no se puede recuperar porque ya ha pasado mucho tiempo, porque la víctima no ha tenido acceso a un médico inmediatamente”.

Actualmente, Amílcar ya no se identifica con su seudónimo guerrillero, aunque sigue siendo conocido como El Cabo. Ahora, usa su nombre de nacimiento y trabaja como empledo público en una institución del Estado. GatoEncerrado logró comunicarse con él.

Yo fui compañero de ella, de lucha, y sí tuvimos una amistad, incluso tenemos un hijo. Yo le apoyé a ella en el crecimiento. Yo tuve una relación con ella pero no fue de violación—aseguró Amílcar.

¿Para usted no ha sido una violación sexual?—preguntó GatoEncerrado.

No, fue con amor. Para mí fue con amor. O sea, yo entiendo que una violación es algo a la fuerza y yo lo hice con amor. O sea, si hay un hijo que reconozco y tiene mi apellido. 

¿Ella le dijo a usted que no quería? 

Fue con voluntad de los dos y con amor. ¿Sabe qué es usted con amor? Me refiero, consentimiento. 

No, pero mi pregunta es si ella en algún momento le dijo que no quería tener esa relación (sexual).

No, como estábamos jóvenes y no… no planificamos mucho, porque como fue en el conflicto armado donde yo no podía asegurar el mañana. Igual, había uno como en la línea entre la vida y la muerte. Entonces yo confirmo que tuve una relación sentimental con ella de amor y en ningún momento hubo violencia. Desmiento que haya habido violación, que haya habido mala intención. 

Una oportunidad desperdiciada 

A 29 años de la firma de los Acuerdos de Paz, las mujeres y las niñas de El Salvador siguen viviendo en conflicto. Para Paula Cuéllar, el país perdió una oportunidad importante. “Se perdió una oportunidad en un período de refundación de la sociedad salvadoreña porque pudo haber sido un parteaguas en temas de violencia contra la mujer en general, porque si bien el Informe de la Comisión de la Verdad no acarreó ningún tipo de violencia de carácter punitivo para los perpetradores por la Ley de Amnistía que se emitió cinco días después, sí trajo una condena moral a los perpetradores porque se mencionaron nombres y se consideraron que las conductas que ahí se señalaban eran ilícitas y eran constitutivas de delito”, señala. 

El Salvador es actualmente uno de los países de Latinoamérica más peligrosos para las mujeres. El Observatorio de Violencia contra las Mujeres de Ormusa consigna que el Instituto de Medicina Legal (IML) registró 1185 víctimas de violencia sexual, del 1 de enero al 30 de septiembre de 2020, lo cual se traduce a cuatro mujeres cada día abusadas sexualmente.

En 2019, en su último registro, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), ubicó a El Salvador como el segundo país más feminicida, con 3.3 feminicidios por cada 100 mil habitantes, solo superado por Honduras con una frecuencia de 6.2 feminicidios. 

Sobre esta situación, Silvia Juárez comenta: “Ahora hay un nuevo contexto de conflicto. Ya no hay esta lógica típica de un bando y otro, sino que es como una hibridación de actores en la que una no siempre entiende de qué lado se está y las mujeres se siguen enfrentando a fuerzas contrapuestas. Es decir, en el territorio vemos a niñas que van camino a la escuela y tienen a fuerzas de seguridad instaladas en sus territorios, son acosadas por estos y si no ceden a este acoso pues enfrentan el abuso de poder y el señalamiento de que a lo mejor son novias de pandilleros o están vinculadas a la pandilla”.

Hasta la fecha, El Salvador solo ha podido llevar al terreno de lo judicial, con el delito de violación sexual incluido, un caso del tiempo de la guerra: el caso de la masacre de El Mozote y lugares aledaños. Este caso, en el que han sido acusados 18 militares del Alto Mando de 1981, sienta un precedente en la inclusión de los testimonios de las mujeres sobrevivientes. 

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