
Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.
Es, fue y será tentador, sensato a respirar hondo, tirarme debajo de la ola, resurgir cuando esta pase. El problema es que callarme no me salva, no me ha salvado nunca, ni a mí ni a nadie. Lo que nos ha salvado es hablar, dar la cara, poner el cuerpo.
Por Virginia Lemus*
A partir de este marzo, El Salvador que conocíamos, en el que hemos crecido y pensado, ya no existe.
No exageran las estimaciones que ahora prevén un El Salvador más virulento, con un desprecio más voraz por las formas de vida que se rehúsan a aceptar como santa la palabra del Ejecutivo. No exageran, es cierto, pero a la mayoría esa afirmación no le dice nada: visto a grosso modo, El Salvador que hemos dejado de ser tampoco era algo que valiera la pena conservar. Era un país misógino y cruel en el que a Fernanda Nájera la abandonaron en un cafetal tras asesinarla, dejando a su hijo a la intemperie. Un país en el que el cáncer mató a Manuela en una cárcel en la que nunca debió estar. Un país en el que a Camila Díaz la mató la PNC y luego arrastró su cadáver por el Bulevar de Los Héroes. Tampoco es que lloremos ahora por ese El Salvador.
Pero pensar en vivir en El Salvador que viene se siente demasiado como volver a tener doce años, cuando tus tetas están empezando a crecer y la idea de pasar frente a los hombres de la esquina te hace arder en deseos de esconderte. Esa virulencia que desde lo masculino y heterosexual puede ser conceptual, ideológica y por ello abstracta, la sentimos en el cuerpo las mujeres y otros géneros que hoy por hoy estamos al margen de la fiebre autoritaria nacional. Nos cruza por dentro como cuando descubrimos que nuestro cuerpo no es nuestro, que tenemos que volver a aprender a movernos en el mundo para que en la esquina no nos toque nadie. Así se siente vivir en un país en el cual la mitad de la población salió a la calle a celebrar la matonería, la más rancia de las misoginias y LGBTIfobias en pos de una revancha partidaria que le va a estallar en la cara más pronto que tarde.
Es tentador ahora esconderse, callar, esperar a que esto pase. Es impulso de sobrevivencia.
Cuando aprendí a nadar, en la playa que hoy el oficialismo quiere volver una versión salitrosa del predio de Don Rúa, mi mamá me enseñó que a la virulencia del Pacífico no se le hace frente de pie. Es suicida. Vos no sos nada frente al mar, a la ola que revienta furibunda estés o no estés ahí. De vos depende hacer que te tumbe de frente o de espalda, pero no más.
Con el Pacífico solo hay una cosa por hacer si es que te toca nadar en él: ver la ola venir, respirar profundo y bucear por debajo de ella para volver a tomar aire una vez haya pasado por encima tuyo. Solo así sobrevivís: por debajo, esperando que pase. Escondiéndote.
Es instinto de preservación el escondernos para ver si al final de esto logramos sobrevivir.
El problema de aplicar esto a El Salvador es que, como tanto cuesta y duele aprender, nada de lo que hagamos nos va a mantener a salvo del odio ajeno. Las niñas con tetas incipientes no son morboseadas en público por sus cuerpos, sino porque los hombres de la esquina sienten que pueden, que es normal expresar deseo sexual pedófilo, que no habrá represalias por ello. Desde el oficialismo, hombre tras hombre denigra a sus opositoras en la palestra no por sus ideas, sino por sus cuerpos y su forma de vivir su sexualidad. Desde el oficialismo, las mujeres que de él forman parte callan, cómplices, porque, como las adolescentes que fuimos, creen que la complicidad con ellos les va a mantener a salvo, que la misoginia está bien mientras no vaya contra ellas. Solo Dios sabe si sus compañeros hablan de sus nalgas tan pronto se dan la vuelta.
Cuando me ofrecieron este espacio yo ya había visto la ola venir. Me vi de nuevo con cinco años, de pie frente al mar, teniendo que tomar una decisión. Me vi en una esquina de la Zacamil, con doce años y tetas de hentai, teniendo que pasar frente a un grupo de drogadictos en mi camino al colegio, temiendo lo que sobre mí dirían sin saber que mi papá compraba su silencio con una botella de vodka al mes porque, claro, en este país el guaro y la palabra de un hombre son más valiosos que la vida de cualquier niña. Me vi con veinticinco años, con el grueso del periodismo Axe encima mío, hablando en público no de lo que yo había escrito ni cómo lo escribí, sino de mi cuerpo, de mi mariquez, de mi presunta estupidez, por haber cometido la imprudencia de cuestionar a sus amiguitos.
Es, fue y será tentador, sensato a respirar hondo, tirarme debajo de la ola, resurgir cuando esta pase. El problema es que callarme no me salva, no me ha salvado nunca, ni a mí ni a nadie. Lo que nos ha salvado es hablar, dar la cara, poner el cuerpo.
Este siete de marzo, miles de personas sintieron lo mismo. Una semana antes, el 48 % del padrón electoral salió a la calle en medio de una pandemia para ser cómplice activo de un régimen vulgar y cuatreril. Hubo quien, feliz y enchidx de orgullo, se montó en un avión para poder venir a darle el poder absoluto a una persona bajo la excusa de que lo opuesto no funcionó. Se tomó fotos en el aeropuerto, posó con las transportadoras de sus chuchitos, votó y se fue con la impavidez de quien no vivirá las consecuencias de lo que viene. Con la tranquilidad de quien ve la ola venir y decide que lo mejor es regresarse a la orilla.
Ante ello, la respuesta fue el sol. El pavimento ardiendo. Caminar cuadras y cuadras para hacer lo único que toca ahora: no ser cómplice. El Salvador que perdimos era débil e ineficaz; el que viene será peor. Podríamos, claro, callarnos aterradxs o podríamos, como hicimos el siete de marzo, darle la cara al sol, a la ciudad asesina, al cerco militar que valientemente cargó sus M-16 frente a mujeres, cipotas y cipotxs que lo único que querían era reconocer su duelo en público, abrazarse y, entrecruzando los brazos, respirar hondo y pararse firme frente a la tremenda marejada de mierda que se nos viene encima.
Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.