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Opinión

Víctima buena, víctima mala

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Virginia Lemus

Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.

A Victoria le fallaron dos Estados: El Salvador al expulsarla, al no poder garantizar vida digna ni seguridad a su ciudadanía y México al asesinarla.

Por Virginia Lemus*

A Victoria Salazar la asesinó la policía mexicana en Tulum a finales de marzo. A Katya Miranda, hija y nieta de policías, de militares, la violaron y la estrangularon en una playa de La Paz en abril de 1999. Victoria estaba en un país extranjero tramitando refugio humanitario. Buscaba, junto a sus hijas, sentirse segura. Katya dormía con su hermana. A su alrededor dormían también su papá, sus abuelos, sus tíos, todos militares o policías, incluyendo a quien entonces comandaba la desaparecida Dirección de Investigación Criminal. Al momento de su asesinato, Katya tenía nueve años; Victoria, 36.

Además de la nacionalidad de las víctimas, lo que los asesinatos de Katya y Victoria tienen en común es ser resultado directo de la acción e inacción de un cuerpo policial. 

Durante la última década, los movimientos feministas han hecho énfasis en cómo la ineficiencia judicial al tratar delitos de índole sexual no es resultado de errores individuales y aislados, tampoco del diseño mismo de la norma penal y los procedimientos judiciales, sino de cómo los roles de género y su noción de la sexualidad de las mujeres configuran la idea de delito, de víctima y de victimario de un modo tal que la escala de gravedad de estas faltas viene dada por el carácter moral de la víctima, no la acción del victimario. Hay, según esto, una buena víctima y una mala. Desde estos supuestos se procura justicia.

Victoria no era, en principio, una buena víctima: una migrante pobre, no blanca, ebria en la vía pública de un paraíso turístico para gente blanca, fue «contenida» usando procedimientos policiales conocidos por matar a hombres negros en Estados Unidos.  Sin más detalles que esos, su muerte «accidental» habría sido ruido blanco, como lo son las de tantas otras niñas y mujeres salvadoreñas en travesía rumbo a Estados Unidos cuyo rastro se perdió en México. 

Pero el asesinato de Victoria, como el de Freddie Gray, fue grabado y su crueldad revelada: agentes policiales, de uniforme, durante su jornada laboral, se encargaron de presionar sus huesos hasta que dejaron ambos de respirar. Las imágenes de sus cadáveres tendidos en la vía pública resonaron y sus historias fueron divulgadas: estos no opusieron resistencia. Victoria no era una delincuente, sino una persona con estancia legal, con trabajo formal, víctima ella misma y madre de una víctima de delito sexual. A Victoria le fallaron dos Estados: El Salvador al expulsarla, al no poder garantizar vida digna ni seguridad a su ciudadanía y México al asesinarla.

Habría que ser alguien muy cruel para intentar adjudicarle a Katya Miranda, una niña de nueve años, estudiante de un colegio católico, nacida de un linaje militar y conservador, la responsabilidad de su violación y asesinato. Sí se la adjudicaron a su madre, Hilda Jiménez: la acusaron de abandono por no haber pasado la noche con sus hijas muy a pesar de que toda la familia paterna de las niñas estaba en el lugar. La acusaron de mentir cuando insistió en que tanto la PNC como la FGR habían actuado negligentemente en el levantamiento de pruebas y el manejo general del caso. La acusaron también de mentir cuando huyó del país con la hija que le restaba, mismo país en que los tentáculos de los presuntos responsables de su muerte llegaban muy hondo del sistema de justicia nacional. 

La denuncia sostenida de décadas de activismo feminista sobre la ineficiencia judicial en los delitos sexuales ha ido afinándose en los últimos años hasta enfocarse en la institución policial como piedra angular de la violencia de Estado, expresada en la consigna: «No me cuida la policía; me cuidan mis amigas». Indignado, uno de tantos señores muy preocupados por los derechos humanos de las paredes preguntaba en la palestra digital a quién llamamos las mujeres cuando nos asaltan, cuando nos acosan, cuando nos violentan. Encontró imposible creer las respuestas que le decían una y otra vez que no, la policía no cuida a nadie, pero menos a una mujer. Esto no es exclusivo de El Salvador. Los asesinatos de Katya y Victoria lo comprueban.

La institución policial tiene desde el s. XVIII un rol de protección de la propiedad privada y los medios de producción, no de seguridad pública. La misma Ley de Policía de 1895 en El Salvador establece en su artículo 10 que su función era «garantizar la propiedad, la caza y la pesca; proteger la agricultura y demás industrias». Si bien los tiempos pueden haber cambiado, no lo ha hecho el modo de concebir el Estado ni el modelo de producción de riqueza: las niñas y mujeres siguen siendo consideradas propiedad de un hombre, quien, por poseerlas, tiene derecho a violentarlas en la esfera de lo privado. Lo hace, se cataloga, por pasión, por honor. La responsabilidad de esa violencia recae, aunque sea moralmente, en quien rompe el orden mediante la denuncia pública de esa violencia privada. Ese es el orden que busca sostener un estado basado en la vigilancia policial.

No sin sorna, algunos comentarios respecto del asesinato de Victoria señalaron que una de sus victimarias directas era una mujer. Este hecho, decían, probaba que las mujeres también violentan. Al expresarlo, exponían esta afirmación con el gozo de quien cree haber descalificado a su contraparte. Sin importar el género de unx agente policial, estx representa a una institución cuyo fin es el mantener el statu quo del medio de producción. En el s. XXI y desde su fundación en los estados modernos, lo que hoy llamamos México, lo que hoy llamamos El Salvador, ese statu quo necesita indispensablemente la labor no pagada de mujeres y gente de otros géneros en las labores de cuido; el sexismo, la misoginia y la transfobia para poder subsistir. Por ello, la mujer que violenta desde el cuerpo policial lo hace desde una institución que es, de suyo, patriarcal y machista. 

La seguridad pública no puede construirse ni consolidarse a partir de una institución cuyo fin es la preservación de los modos de acumulación de la riqueza. No hay reforma que lo vuelva posible. La seguridad depende de lazos comunitarios, de la construcción de redes de apoyo que permitan reconocernos en quienes nos rodean. Nadie está segurx con la policía, pero mucho menos las niñas, mujeres y personas de otros géneros. Los asesinatos de Katya y Victoria dan cuenta de ello.

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Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.

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