Opinión

El Mozote y el coro de pajaritos

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Virginia Lemus

Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.

Los procesos judiciales por la masacre de El Mozote y de las Dos Erres, en Guatemala, representan el hito importante de centrar la violencia sexual como cotidianeidad de la atrocidad militar, no un exceso, no un desliz, sino práctica consciente, metódica, regular.

Por Virginia Lemus*

El juicio por la masacre de El Mozote y zonas aledañas ha llegado ya a la fase en que se escuchan los testimonios de peritajes expertos. Este pasado viernes, 30 de abril, Clever Pino, un experto en funcionamiento militar, habló de un patrón de conducta de tropas contrainsurgentes que, según su evaluación de documentación y testimonios, se cometió por parte de elementos del Batallón Atlacatl en medio de tantísimas atrocidades cometidas en la zona: la violación sexual y tumultuaria de niñas y mujeres.

La de El Mozote y zonas aledañas es apenas la segunda masacre perpetrada contra civiles en un contexto de guerra civil que llega a juicio en Centroamérica. El primero, realizado en Guatemala en 2018, resultó en la obscena sentencia de más de cinco mil años de prisión para un exsoldado cuya participación material en la Masacre de las Dos Erres fue comprobada. Años antes, el Día de la Madre de 2013, Efraín Ríos Montt, el más sanguinario de los dictadores latinoamericanos a juzgar por su corta gestión presidencial, fue encontrado culpable por genocidio, delito que engloba un aparataje de exterminio por razón de origen étnico en contra del pueblo Maya Ixil, dentro del cual se incluye una serie de masacres. Ambos procesos judiciales marcan un importante precedente en la lucha por la verdad y la justicia de las víctimas civiles en conflictos armados de Centroamérica, pero también representan el hito importante de centrar la violencia sexual como cotidianeidad de la atrocidad militar, no un exceso, no un desliz, sino práctica consciente, metódica, regular. 

La noticia, una entre tantas publicadas en el último día del año fiscal, de los vecindarios rebosantes de basura, de la incertidumbre institucional ante el cambio de administraciones legislativas y municipales, quizá haya pasado desapercibida. Sería una injusticia, una entre tantísimas otras que atraviesan a este país por todos los flancos, que así fuese, así que vamos a verlo con calma: un coronel en retiro, un militar de carrera, ha inspeccionado la documentación existente sobre el caso El Mozote y zonas aledañas y, con base en su conocimiento íntimo del proceder militar antiinsurgente en las Américas, entrenado y copiado al carbón durante décadas, ha afirmado, bajo juramento y frente a un juez, que la violencia sexual contra niñas y mujeres en El Mozote y zonas aledañas no solo ocurrió, sino que su ocurrencia es considerada previsible, esperable, en un contexto de exterminio de civiles. Leámoslo otra vez porque es una afirmación cruenta.

Cruenta, sí, pero no es la primera vez que como país la escuchamos, menos respecto de El Mozote. Tampoco será la primera vez que se la ignore.

Rufina Amaya, víctima, sobreviviente y testigo ocular de aquellos monstruosos días, había narrado antes, hace décadas, los gritos, cómo las niñas y mujeres habían sido llevadas a los cerros para violarlas y luego asesinarlas. Rufina, además de ser una mujer campesina y analfabeta, era, asegún, una subversiva, una mentirosa manipulada por la guerrilla, decían quienes buscaban desacreditar su testimonio, que ha sido probado verdadero por peritajes militares y forenses una y otra vez. Pasa que hoy quien recoge lo dicho por ella, lo sostiene y lo documenta es un hombre, un militar, un experto en cómo los supuestos «excesos de la guerra» no son más que la cotidianeidad del exterminio. Así de triste: si sos niña, si sos mujer, lo normal, lo «esperable», es que te violen antes de matarte. En este contexto. Quizá, también, en todos los demás.

Hace algunos años, cuando en la UCA todavía marzo significaba el Festival Verdad, habían colocado carteleras en uno de los pasillos de acceso a la universidad con las listas de todas las víctimas de masacres perpetrados por el Ejército, las fuerzas policiales y elementos del FMLN. Se enlistaban nombres, sexo, edades, causa de muerte. Uno de tantísimos me brincó a la vista: X, nueve años, originaria de San Vicente. Violada. Degollada. Durante un operativo de «limpieza» por parte de elementos del Ejército. Nueve años. 

Una y otra vez, al hablar de delitos sexuales, pero especialmente de la violación como tal, la literatura y el activismo feministas hacen hincapié en que este es un delito más vinculado a la dominación que a la atracción sexual. Violar es ejercer poder, reforzar un dominio. Lo vemos en la violación correctiva cometida contra mujeres cuir −especialmente lesbianas− y trans y lo vemos en la violación, punitiva, no correctiva, realizada por elementos militares contra mujeres que consideran políticamente disidentes: tu lugar es en la casa, calladita, heterosexual. ¿Querés ir en contra de ello? Violarte busca reforzarse tu lugar en la sociedad: la mujer es para cogerse. Quizá cogiéndote se te quite lo necia. Si ya sos subversiva, si ya te saliste del huacal y estás en custodia de militares, de policías, de pandilleros, de cualquier grupo armado beligerante, matarte sin violarte es un desperdicio. Incluso si sos una niña desnutrida y aterrada de San Vicente, con nueve años, en medio de un operativo de aniquilación de civiles. 

En Guatemala, durante los juicios contra Ríos Montt y el de la causa de Sepur Zarco, valiente precedente de mujeres Maya Q’eqchi’ buscando justicia por el uso sistemático de la esclavitud sexual, violación y asesinato perpetrados por elementos del Ejército de Guatemala, señoras de sesenta, setenta años tomaron el estrado con la cara cubierta para contar bajo juramento las barbaries físicas y psicológicas cometidas contra ellas. Algunas perdieron sus úteros por la brutalidad de los abusos que sufrieron. En cámara, los intérpretes de lengua q’eqchi’, de lengua ixil, en su mayoría hombres, titubeaban. Decían «panza» en lugar de vulva. Carcomidos por la vergüenza que no debió ser suya ni de las abuelas, sino de quien desde la mesa de los acusados se negaba a verles el rostro, ocultaban, una y otra vez, la dimensión de la barbarie física, sexual, que no podŕia cruzarles el cuerpo nunca y, quizá por ello, a pesar de sus buenas intenciones, no podían atreverse a nombrar.

El Reporte de la Comisión de la Verdad para El Salvador, el cual recoge y ejemplifica las principales violaciones a derechos humanos cometidas durante la guerra civil, menciona el término «violación sexual» una sola vez, anecdóticamente. Julia Tatiana Mendoza Aguirre, sindicalista y fotógrafa asesinada en el atentado a la sede de FENASTRAS el 31 de octubre de 1989, tenía al momento 22 años de edad y era hija de uno de los dirigentes del FDR asesinados en 1980.  Un mes antes, el 18 de septiembre de 1989, había sido detenida por elementos de la Policía Nacional tras participar en una manifestación. Fue violada al menos dos veces mientras se encontraba bajo custodia policial. Tan estaba consciente de la cotidianeidad de la violencia sexual contra las mujeres en custodia del Estado que, según atestiguó, procuró no lavar las evidencias del abuso al ser llevada a bañarse. Al tercer día, tras ser presentada ante un juez, testificó haber sido violada. Un peritaje comprobó lesiones anales consistentes con su testimonio. 

De no haber Julia Tatiana testificado su abuso en esa ocasión, no habría ningún registro de violencia sexual en el extenso y meticuloso reporte de la Comisión de la Verdad. Un documento del Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de las Mujeres (CLADEM) sobre violencia sexual en conflictos armados especifica que, en el caso de El Salvador, la violencia sexual contra mujeres y niñas civiles o militantes era tan de segunda naturaleza, tan de suyo de la condición de víctima del Estado, que ninguna organización de Derechos Humanos sistematizó su ocurrencia. Cuando se la menciona, es únicamente para ilustrar la saña de la tortura; tampoco era procedimiento estándar en los reconocimientos forenses el buscar señales de violación sexual. Los pocos registros existentes al respecto están en las fichas de denuncia realizadas por las mismas víctimas ante instancias como CODEFAM.

El Reporte de la Comisión de la Verdad para El Salvador fue el primero de su tipo. Esfuerzos posteriores, como el del proceso de paz colombiano, sí poseen un énfasis en documentar y sistematizar la violencia sexual contra mujeres, niñas y población LGBTI, en parte porque para entonces la violación sexual ya había sido reconocida primero como crimen de lesa humanidad −en los estatutos de Ruanda (1998) y ex-Yugoslavia (1993)−  y luego como crimen de guerra en Naciones Unidas, en 2008. Esto último sucedió 15 años después de la publicación del reporte nacional. Si bien la omisión de los delitos de índole sexual contra población civil durante el conflicto armado es significativa −y bastante reveladora en tanto a nadie se le ocurrió que pudiera ser algo importante− y se perdió la oportunidad de sentar precendente en aquel entonces, dado que el documento sigue siendo considerado el producto definitivo de registro de las grandes violaciones a derechos humanos durante la guerra civil, las revelaciones de los peritajes actuales sobre la causa de El Mozote y zonas aledañas pueden hacer mucho por enmendar las crasas omisiones del reporte original en materia de violencia sexual.  

En las tragedias griegas, escritas para ser representadas teatralmente, las mujeres no hablan casi nunca. Sus voces están relegadas a los coros: ora refuerzan los cantos de heroismo del protagonista, ora lloran su destino. Su rol, decía un profesor, es cantar como pajaritos. Si quitás sus intervenciones, la obra podrá perder cierto impacto, pero no cohesión. En el inmenso mar de tragedias que ha vivido Centroamérica, las voces de las abuelas del Triángulo Ixil y de Sepur Zarco, Rufina Amaya y Julia Tatiana Mendoza Aguirre se niegan a ser trinos débiles de pajaritos, a ser la historia marginal y secundaria de un mar de atrocidades. Desde sus cuerpos cruzados por la cotidianeidad del abuso militar, la verdad  grita por ellas, desde ellas, en pos de una justicia para todxs.

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Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.

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