Opinión

El perverso experimento con el Bitcoin en El Salvador

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Meraris López

Economista de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, trabaja en temas medioambientales relacionados con los modelos de producción y consumo. Es miembro del equipo nacional que apoya el Acuerdo de Escazú.

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César Artiga

Es un experto en desarrollo sostenible y cultura de la paz. Es coordinador del equipo nacional de apoyo del Convenio de Escazú en El Salvador.

El uso de la energía geotérmica para minar Bitcoin representa para El Salvador la profundización de las desigualdades en el acceso a la energía que, aunque no está reconocida aún como un derecho, las comunidades empobrecidas lo reivindican y afirman como tal.

Por Meraris López y César Artiga*

La COP26 arrancó con un potente y poco diplomático mensaje del Secretario General de la ONU, alertando sobre la necesidad de adoptar acciones contundentes con sentido de urgencia ante los efectos acelerados del cambio climático. A pesar de este llamado, que se suma al de los informes científicos del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) y de la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), los Estados hacen caso omiso, profundizando el modelo extractivo y subsidiando tecnologías que atentan contra la integridad del ambiente.

El Salvador ha vuelto a aparecer en el escenario internacional debido a los exabruptos del ciudadano presidente Nayib Bukele y su demagogia, que en su obsesión autoritaria por el control total, ha resquebrajado el Estado de Derecho, debilitado la democracia y desmantelado instituciones, provocando serios retrocesos en materia de derechos humanos.

En junio de 2021, Bukele anunció que presentaría a la Asamblea Legislativa un proyecto para darle circulación legal al criptoactivo Bitcoin, una iniciativa que fue aprobada por el bloque oficial de sus partidos políticos aliados. Con mucho sensacionalismo anunciaron que El Salvador sería el primer país del mundo en producir energía geotérmica para minar Bitcoin, levantando serias dudas y cuestionamientos sobre su implementación, sobre todo porque, como ha sido un sello habitual de la actual administración desde que asumió su mandato, no se dieron detalles oficiales sobre la inversión y los estudios de su factibilidad económica, ambiental y social.

Los criptoactivos aparecieron alrededor del 2008, siendo su máximo exponente el Bitcoin, colocándose como una corriente en alto crecimiento, pero sin la debida profundización sobre sus potenciales impactos ambientales. Uno de los principales problemas asociados en esta materia, es el desperdicio de energía que esta tecnología supone. En la carrera por generar bloques válidos en la cadena Bitcoin el consumo de energía es abismal, llegando a gastar más electricidad que países como Finlandia, Suiza o Argentina (BBC, 2021), y que en el caso de El Salvador significa 14.3 veces su consumo anual. 

Además se sabe que el máximo de unidades posibles a crear de este criptoactivo es de 21 millones de monedas y hacia 2019 ya se había creado el 85%, agudizando la competencia debido a la escasez de monedas virtuales por crear, implicando un mayor uso y desperdicio de energía. Este escenario vaticina un desastre ambiental en el corto plazo, considerando que las fuentes renovables no son lo suficientemente estables para mantener el funcionamiento ininterrumpido de la tecnología, por lo que las fuentes más baratas y continuas terminan siendo las provenientes del carbón y combustibles fósiles. Esta situación es contraproducente con el logro de los compromisos establecidos en el Acuerdo de París y la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático.

La inserción del minado de Bitcoin en El Salvador es absurda. El país importa el 21.8 % de la energía necesaria para cubrir su demanda (SIGET, 2019), donde al menos 12 de cada 100 hogares no poseen servicio de energía eléctrica directa (DIGESTYC, 2019). Pese al anuncio de Bukele de ser el primer país en crear Bitcoin con energía geotérmica, y aunque esta es la segunda fuente más importante y podría considerarse una energía renovable, la brecha entre demanda y oferta no se ha cerrado, y el uso de la energía para minar Bitcoin representa para El Salvador la profundización de las desigualdades en el acceso a la energía que, aunque no está reconocida aún como un derecho, las comunidades empobrecidas lo reivindican y afirman como tal.

El montaje de la primera granja minera de Bitcoin en el país ha implicado adquirir equipos y adecuar infraestructura que ha estado caracterizada por la falta de transparencia e ilegalidad, evadiendo procesos de licitación. Según informaciones obtenidas por las redes sociales, se sabe que la granja tiene al menos 300 computadoras con equipos ASIC, que son los más extendidos y utilizados, estos tienen un precio básico de $4,000.00 y cuentan con un tiempo de vida relativamente corto, entre 6 y 12 meses como máximo, lo que también representa un problema ambiental, ya que, en El Salvador solo en 2019 se generaron 35.8 kilotoneladas de basura electrónica. Con la operación de la granja, esta cifra se estaría duplicando (El Economista, 2021). A nivel global, la basura electrónica generada por minar Bitcoin aumentará de manera significativa la huella ecológica y representa una afrenta contra el cumplimiento de los compromisos internacionales en materia de cambio climático y medio ambiente. 

El drama humano que vive el país por el deterioro de las finanzas públicas con excusa de la pandemia por COVID-19 tiene como principal rostro la negación de derechos, que exacerba condiciones de vulnerabilidad en las personas y en los ecosistemas ante la ausencia y negligencia del Estado. Esto contrasta de manera aberrante con la inversión de al menos $1.2 millones realizada en equipos para el minado de Bitcoin, lo que significa 3,687.67 salarios mínimos mensuales del área de comercio e industria y 4,401.09 salarios mínimos de las personas que trabajan en la recolección del monocultivo de la caña de azúcar. 

El minado de Bitcoin es un lujo que este empobrecido país no puede ni debe permitirse, mientras hay computadoras minando 24/7, las comunidades ven negados sus derechos, sin soluciones reales y efectivas para el uso doméstico de la energía como bien común global. La imposición abusiva de esta tecnología está fuera de todo sentido ético y compromiso político con el ambiente, la realidad imperante del país exige invertir de manera significativa en las etapas críticas del ciclo de vida de las personas y en robustecer el marco de políticas públicas de protección ambiental.    

El experimento del Bitcoin en un país como El Salvador, es perverso y saldrá carísimo, porque no representa una solución duradera, sino una falsa solución para mantener la cultura de privilegios e impunidad que somete a los pueblos y explota a la naturaleza, esta lógica perversa debe acabarse, es urgente necesario caminar decididamente hacia la creación de una sociedad diferente que manifieste una paz sustentable para las generaciones actuales y venideras.


*Este artículo fue publicado originalmente en la Revista IPG-Journal de Alemania.

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Meraris López

Economista de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, trabaja en temas medioambientales relacionados con los modelos de producción y consumo. Es miembro del equipo nacional que apoya el Acuerdo de Escazú.

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César Artiga

Es un experto en desarrollo sostenible y cultura de la paz. Es coordinador del equipo nacional de apoyo del Convenio de Escazú en El Salvador.

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