Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.
Si bien la década pasada representó un crecimiento significativo de la presencia pública de los liderazgos trans, tanto desde los movimientos LGBTI como los feministas, esta también fue una de brutal persecución para ellas.
Por Virginia Lemus*
La fotografía que más circula sobre la primera Marcha del Orgullo Gay de San Salvador, realizada en 1997, es poética en más de un sentido: una mujer en tenis, camiseta y delantal, a la usanza de las vendedoras ambulantes, camina sola frente al Parque Cuscatlán mientras sostiene una bandera de arcoiris. Las manifestaciones populares no eran algo extraño en El Salvador de la administración Calderón Sol (1994-1999), la primera conformada en democracia y caracterizada por un severo ataque a las organizaciones sociales, así que no es por eso que esa foto perdura. Ver a una mujer empuñando una causa no era algo nuevo por sí mismo, pero ver a una mujer trans en esa posición, sí.
A pesar de que no hay historia LGBTI reciente en El Salvador que no empiece por esa foto, que no se cuente a partir de esa marcha, de ella nos queda su imagen, mas no su nombre. Es por ello, entre otras cosas, que el 20 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la Memoria Trans.
Durante los últimos 20 años, los movimientos feministas y LGBTI han ganado espacios y protagonismos en las movilizaciones sociales en El Salvador. Tras la última gran movilización sindical, la de los sindicatos de trabajadorxs y personal médico del ISSS entre 1999 y 2000, las acciones de calle de las últimas dos décadas han pasado de representar la identidad gremial —como los sindicatos— a la movilización política a partir de la identidad individual y su reconocimiento como motivo de precarización social: en el caso de la población LGBTI, debido a su orientación sexual o identidad de género y, en caso de los feminismos, a razón de cómo esta última es utilizada para precarizar las vidas de niñas, mujeres y personas de otros géneros para mantener un modelo de producción económica y un orden social a partir de su explotación.
Las mujeres trans están al centro mismo de ese liderar de la movilización social de las últimas dos décadas. En las sedes de sus organizaciones, durante los últimos diez años, se coordinaron brigadas de seguridad para las marchas del orgullo que hoy entendemos LGBTI; sus espacios propios, oasis donde la gente les llama por tu verdadero nombre, el que eligieron para ellas, se abrieron para el resto a fin de poder coordinar la seguridad de todxs. Con café en polvo, con pan dulce de canasta, pusieron sus refugios y su conocimiento de las dinámicas brutalmente violentas de la calle para dar un espacio para pensar y coordinar cómo manifestarnos con seguridad. Empero, hoy, como en 1997, nos queda su trabajo y lo que representó, pero no sus nombres, no sus rostros.
Si bien la década pasada representó un crecimiento significativo de la presencia pública de los liderazgos trans, tanto desde los movimientos LGBTI como los feministas, incluyendo la que fuese la primera candidatura de una mujer trans a un cargo de elección popular, esta también fue una de brutal persecución para ellas. Virtualmente todas las mujeres que lideraron organizaciones trans, entre 2010 y 2020, están ahora en el exilio debido al acoso de estructuras criminales; decenas de sus amigas han sido violadas, torturadas y asesinadas con lujo de barbarie. Es común que agentes de seguridad municipales y policiales las encarcelen sin presentar cargos cuando se niegan a brindar servicios sexuales gratuitos. Liderar para ellas tiene un costo inimaginable. Sin embargo, lo hacen.
Al terminar un evento sobre el manifiesto de Pedro Lemebel en una biblioteca, una señora se me acercó para contarme que en sus tiempos de guerrilla urbana tuvo un compañero, ahora exiliado en Francia, que se travestía. Llegaron a ser amigxs y él le tuvo tanta confianza que le mostró fotos Polaroid de él en vestidos, en maquillaje. Dependiendo de su organización, la cual no nombró, el castigo pudo haber llegado al asesinato por su «desviación». No sé y no me corresponde saber si ese compañero en realidad es mujer. Lo que sí puedo rescatar es lo que esa señora pudo ver tras escuchar el manifiesto de Lemebel: acá hemos estado siempre. Acá estaremos siempre. Ojalá, esta vez, se pueda preservar al menos el nombre. Quiero poder saber a quién agradecerle por dar la cara por nosotrxs a pesar de haberle costado tanto.
Columnista. Ha escrito artículos de opinión sobre diversidad sexual y derechos humanos en El Salvador y el Triángulo Norte para medios nacionales e internacionales.