Opinión

La guerra salvadoreña y el amor que no fue

Mario Beltrán

Mario Beltrán

@mariobeltranGE

Director administrativo y cofundador GatoEncerrado El Salvador.

A 30 años del fin de la guerra y la firma de los Acuerdos de Paz, Ana comparte su historia, lamentando el retroceso democrático y el rumbo actual que lleva El Salvador, a la vez que recuerda al amor que perdió, con el deseo de que los jóvenes salvadoreños ya no pasen por lo que ella sufrió. 

Por Mario Beltrán* 

Los peces se agolpaban unos con otros en la pequeña poza que Ana* y parte de su familia habían hecho en un río cercano a su casa en La Libertad, esperaban lograr la última pesca de la tarde para cocinar una sopa familiar. Pero el chapoteo del agua, las risas y el esfuerzo de pesca desaparecieron en un santiamén.

Recién había comenzado el estallido de las balas y la guerra civil salvadoreña entre la guerrilla del FMLN y la Fuerza Armada. 

Uno de los tíos de Ana llegó a prisa hasta la poza, casi sin aliento, les llevaba una terrible advertencia y con ella la urgencia de que la familia tomara una de las decisiones más difíciles de sus vidas: abandonar el caserío donde habían vivido por años.

—¡Cipotas, dejen ir esos pescados! Vayan ahora mismo a recoger sus cosas, tienen que sacar lo más principal de su ropa y mañana deben salir todos. El cantón va a quedar desocupado —les dijo desde la ribera del río.

—¿Y cómo es eso? —preguntó Ana.

—Vámonos —replicó el tío. Ya no había tiempo para explicaciones.

La razón era dura: Había escuchado que dentro de tres días el Ejército salvadoreño llegaría al caserío de Ana a matar a todo aquel que tuviera olor a comunista o guerrillero. El caserío, las casas y las familias ya estaban seleccionadas.

Ana y su familia eran parte de las comunidades eclesiales de base. De hecho, su padre, se había ido una semana antes presintiendo que algo podría pasar pues era catequista. Para el Ejército salvadoreño era intolerable la música de protesta, las biblias latinoamericanas y las estampas de monseñor Romero y Rutilio Grande. Quien se descubriera poseedor de ese tipo de información, era ejecutado en el instante.

—Cuando llegamos a la casa, mi mamá ya tenía un montón de gallinas y animales agarrados. Logramos vender algunos animales que teníamos para llevar algo de dinero, pero yo todo lo que vendí se lo di a mi mami. Dejamos la puerta del corral abierta para que las vacas no se murieran de hambre y escaparan. Yo fui la última en salir de mi casa porque no me quería ir. Sentía que caminaba como en el aire, eran las dos de la tarde y al siguiente día iba a entrar la invasión, pero ya teníamos el aviso —recuerda Ana.

Al final salió convencida por su cuñado. Se voltea y con su índice derecho lo señala en un calendario conmemorativo que cuelga de la pared, lleno de un mosaico de rostros en blanco y negro, todos víctimas de la guerra. Uno de esos rostros era el de su cuñado.

Ana intentaba caminar a paso veloz sobre las veredas de su caserío, en sus espaldas llevaba las últimas pertenencias que había logrado rescatar. Caminaba sobre la tierra, pero en esos momentos se sentía como si estuviera flotando, ya la habían alcanzado los recuerdos de esa última tarde en el río y la nostalgia por sus animales que había tenido que dejar. Apenas había cumplido 18 años. 

—Salimos con mi familia y en la calle nos encontrábamos a algunos vecinos que nos preguntaban a dónde íbamos y nosotros respondíamos que íbamos a las cortas de café, por la temporada de octubre donde ya hay café medio maduro para cortar. Nada de que nos íbamos porque nos habían avisado que nos iban a llegar a matar.

Tres días después de haber abandonado su casa, Ana relata que llegó la invasión del Ejército derribando y saqueando las casas que ya estaban señaladas. Previamente, la familia había tenido que enterrar sus biblias latinoamericanas, himnarios de catequesis, fotos de Romero y Rutilio Grande, todo lo que era relacionado a la Iglesia. 

Ana había logrado escapar de esa muerte junto a su familia. Llegaron a casa de unos familiares en otra zona de La Libertad. Esa noche durmieron en tendalada y a la mañana siguiente estaban desayunando tortilla con camarones. Ahí, Ana interactuó más con Fernando*, un joven guerrillero que hacía las veces de guía del grupo refugiado, y a quien le comenzó a tomar un especial cariño.

Fernando, en su afán de llegar a un mejor lugar, intentó convencer a Ana de viajar de La Libertad hacia San Salvador, pues ahí había iglesias y refugios más seguros para quienes huían y eran desplazados por la guerra.

—Él me rogaba que nos fuéramos. Yo le dije que tal vez si nos íbamos por el monte en las veredas por las montañas, pero menos por los buses. Y no hizo caso. Él solo tomó camino, y del bus lo bajaron [los soldados] —cuenta Ana con un poco de nostalgia.

Relata que, cuando lo llevaron para las bartolinas clandestinas, estaba irreconocible por su rostro hinchado de tanto golpe. Cuenta cómo lo vieron entrar, pero no lo vieron salir. Fernando no pudo ser encontrado ni vivo, ni muerto. El hermano de Fernando, otro joven guerrillero, también fue víctima de la guerra y fue asesinado con lujo de barbarie por los escuadrones de la muerte.

—Si yo me hubiera ido con ese muchacho ese día, yo hubiera muerto también. La vida en la guerra fue muy difícil, por eso yo no quisiera que regresara algo así. Ahorita siento que estamos retrocediendo hasta hace unos 40 años quizás.

A 30 años del fin de la guerra y la firma de los Acuerdos de Paz, Ana comparte su historia, lamentando el retroceso democrático y el rumbo actual que lleva El Salvador, pero también enmascara un suspiro por lo que pudo ser con Fernando.

Después del fin de la guerra, Ana se dedicó al negocio familiar de hacer tortillas y establecer una pequeña tienda y comedor en su casa. 

*Los nombres de Ana y Fernando fueron modificados por razones de seguridad. 

 

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