Opinión

Periodismo, autocrítica social y catástrofes nacionales

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Leonel Herrera

Periodista y activista

A esta sociedad -que se ha dejado manipular con desinformación, engañar con propaganda, atemorizar con el régimen de excepción o convencer con soluciones inmediatistas e insostenibles- el periodismo salvadoreño debe advertirle sobre las implicaciones negativas de su decisión de permitir la consolidación dictatorial de los Bukele o su indiferencia ante la grave regresión democrática que sufre el país. 

Por Leonel Herrera* 

El ejercicio del periodismo tiene una función esencial de contrapoder, es decir: de criticar, señalar, desenmascarar y cuestionar los abusos del poder. Joseph Pulitzer, quien es considerado el “fundador del periodismo estadounidense”, decía que al periodismo le toca “defender la democracia y la reforma, denunciar las injusticias y combatir a los demagogos”.

Esta perspectiva dominó en algunos medios gringos y europeos en los años sesenta y setenta del siglo pasado que asumieron el papel de “cuarto poder”, cuyo rol fundamental era fiscalizar a los tres poderes del Estado. En Estados Unidos, publicaciones célebres, como los “Papeles del Pentágono” y el “Escándalo Watergate”, catapultaron la visión del periodismo como “anti poder”. La primera ayudó a terminar la criminal guerra contra Vietnam llevada a cabo por cinco sucesivos gobiernos estadounidenses durante veinte años (1955-75) y la segunda obligó a renunciar al presidente Richard Nixon en 1974.

Por su parte, el cronista polaco Ryszard Kapuscinski asignaba al periodismo la tarea de “defender los derechos de la ciudadanía”, frente a los intereses de los Estados y de las corporaciones privadas. Refiriéndose a la “imparcialidad periodística”, sostiene -en su libro “Los Cinco Sentidos del Periodista”- que el periodismo debe “parcializarse” siempre en favor de la gente, sobre todo cuando es víctima de injusticias o arbitrariedades de poder.

En América Latina esta concepción del periodismo ciudadano ha tenido su expresión más radical en los medios comunitarios, alternativos y populares, como los aglutinados en la Asociación Latinoamericana de Comunicación y Educación Popular (ALER). El periodismo comunitario visibiliza las realidades de la población mediante la expresión directa de la voz de la propia gente que las vive y lucha por transformarlas.

Sin embargo, el periodismo también tiene una función de autocrítica social, es decir: cuestionar de igual forma a la misma sociedad, señalar sus errores y advertirle las consecuencias de sus decisiones equivocadas. En tal sentido, el periodista ejerce un doble rol: es un defensor de la sociedad ante las injusticias del poder y -al mismo tiempo- es crítico de las actuaciones u omisiones erradas de la sociedad, sobre todo cuando éstas favorecen al poder y resultan cómplices de los desmanes de gobernantes antidemocráticos. 

Esta lógica se adecúa a la actual situación de El Salvador. El periodismo no sólo debe señalar las violaciones de derechos humanos, la corrupción, los pactos con las maras, el irrespeto a la Constitución y demás abusos del régimen de Nayib Bukele y sus hermanos, revelados por medios investigativos; sino que también tiene que emplazar y cuestionar a la mayoría de la población que ha perdido la perspectiva de ciudadanía crítica y avala todas esas arbitrariedades, principalmente las intenciones de perpetuarse en el poder pasando por encima de la prohibición constitucional de la reelección presidencial continua. 

A esta sociedad -que se ha dejado manipular con desinformación, engañar con propaganda, atemorizar con el régimen de excepción o convencer con soluciones inmediatistas e insostenibles- el periodismo salvadoreño debe advertirle sobre las implicaciones negativas de su decisión de permitir la consolidación dictatorial de los Bukele o su indiferencia ante la grave regresión democrática que sufre el país. 

Tres “catástrofes nacionales” de la reelección inconstitucional

Ejerciendo este rol periodístico de autocrítica social considero necesario advertir sobre tres graves consecuencias que traería la reelección ilegal del actual presidente, “tres catástrofes” de las cuales serían responsables las personas que voten por Bukele y su partido Nuevas Ideas, a pesar de haber tenido la posibilidad de elegir otras opciones. 

La primera es la “catástrofe democrática”. El debate académico y político sobre cómo definir o caracterizar al régimen bukelista desaparecerá cuando se haya consumado la reelección inconstitucional, pues éste iniciaría una fase abiertamente dictatorial: se confirmaría el fin de la separación de poderes y el control de la institucionalidad estatal desde Casa Presidencial sería aún más férreo, se fortalecería el militarismo y la represión entraría en acción cuando la propaganda ya no funcione, la gente reclame fuerte por sus derechos y exija soluciones verdaderas a los problemas que le afectan.

El sistema judicial sería todavía menos independiente, se restringiría aún más la libertad de expresión, iniciaría el cierre de ONGs críticas del gobierno y aumentaría la persecución contra medios de comunicación, periodistas, activistas sociales, dirigentes políticos y cualquier ciudadano que el régimen considere “opositor”, “enemigo” o que simplemente disienta y no se someta a sus designios. 

Un primer sector arrasado podría ser el de veteranos y ex combatientes, quienes ya sufrieron el cierre del Fondo de Protección de Lisiados (FOPROLID) y es posible que pronto también el Instituto Administrador de los Beneficios de los Veteranos y Excombatientes (INABVE). En la acusación contra los líderes comunitarios de Santa Marta la Fiscalía criminaliza el pasado guerrillero y Bukele calificó al derribado Monumento a la Reconciliación como una “glorificación del pacto de asesinos del pueblo”: el precedente jurídico y la justificación simbólica estarían servidos.

Con una nueva mayoría parlamentaria, el régimen terminaría de modificar todo el marco jurídico nacional para adecuarlo a su estilo de gobierno intransparente, autoritario y represor. Este proceso culminaría con ratificación de una nueva constitución que aprobaría la legislatura saliente, la cual -entre otras cosas- quitaría la prohibición de la reelección presidencial, otorgaría súper poderes al presidente de la república, daría un rol beligerante a la Fuerza Armada y podría desaparecer instancias creadas por los Acuerdos de Paz como la Policía Nacional Civil y la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos.

La segunda catástrofe sería la económica. El Salvador seguirá siendo el país de la región con menos crecimiento económico y menor inversión extranjera directa; el endeudamiento público podría superar el 100% del PIB; y la pobreza, el desempleo, los bajos salarios, la falta de pensiones dignas y el alto costo de la vida seguirán en aumento.

Pero un hecho que podría acelerar la catástrofe sería la crisis de las finanzas públicas y el ajuste económico que afectaría a los sectores populares y a las capas medias, sobre todo si los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) -que Bukele no quiso anunciar antes de las elecciones- incluyen aumento del IVA, nuevos impuestos al consumo, eliminación de subsidios y reducción del gasto público que se traduzca en menos presupuesto para salud, educación y otras áreas sociales. 

Es oportuno destacar que estas medidas podrían implementarse aun sin que las solicite el FMI, ya que -para no afectar los intereses de los grupos oligárquicos- el régimen podría profundizar todavía más la regresividad e injusticia del esquema tributario y gravar más a la población consumidora y asalariada, en vez de realizar una reforma fiscal progresiva donde “paguen más quienes tienen más”. 

El caos podría ser mayor si, al no conseguir financiamiento externo, el gobierno termina con el fondo de pensiones y obliga a los bancos a comprarle más deuda. Sobre lo primero, vale recordar que a fines de diciembre -mientras cotizantes y pensionados celebraban navidad y esperaban el año nuevo- el gobierno tomó otros 1,000 millones de dólares de las AFPs; y sobre lo segundo, Hacienda ya no puede pagar a tiempo la deuda de corto plazo y obligó a los bancos a ampliar los plazos de dos hasta siete años. 

El resultado de ambas medidas sería que los jubilados se quedarían sin el pago de sus pensiones y el dinero de los ahorrantes podría no estar disponible (la frase “corralito financiero” entraría al vocabulario salvadoreño). Incluso, algunos economistas me han dicho que en una situación de déficit extremo de ingresos públicos el régimen podría crear algún mecanismo para tomar dinero de las remesas. Así que a quienes no les importa el retroceso democrático y quieren votar por Bukele, tal vez les preocupe el desastre económico.

Y la tercera sería la catástrofe ambiental. El deterioro ambiental del país es mayor: los ríos están más contaminados, los promontorios de basura permanecen en todos lados y el gobierno ha dado rienda suelta -como nunca antes- a proyectos urbanísticos que destruyen ecosistemas en la cordillera El Bálsamo, el volcán de San Salvador y la zona costera. Bukele no firmó el Acuerdo de Escazú, que promueve la transparencia y la justicia ambiental, porque representa un “obstáculo para el desarrollo”.

Pero hay algo que sería el acabose del país: la minería de metales, la más contaminante de las industrias extractivas, podría acabar con el agua, dañar el medioambiente y amenazar gravemente la continuidad de la vida. Los proyectos mineros están proscritos por una ley aprobada por unanimidad en marzo de 2017; sin embargo, este gobierno ha dado claras señales de que quiere reactivarlos, a pesar de la prohibición legal y de los graves daños que causaría.

En mayo de 2021 El Salvador se incorporó a un panel internacional que promueve la minería metálica: el Foro Intergubernamental sobre Minería, Minerales, Metales y Desarrollo Sostenible; y en octubre del mismo año la bancada oficialista aprobó una nueva Ley de Creación de la Dirección de Energía, Hidrocarburos y Minas, que incluye la minería metálica. A esto se suman denuncias de pobladores de Cabañas sobre la presencia de personas extranjeras (peruanas y chinas) que buscan comprar o alquilar terrenos con potencial minero en San Isidro y otros municipios de ese departamento.

El año pasado el Ministerio de Economía habría destinado 4.5 millones de dólares para “revisar y actualizar la ley que prohíbe la minería”; sin embargo, hasta esta fecha se mantiene en secreto el resultado de dicho proceso. Mientras tanto, cientos de organizaciones nacionales e internacionales, la Relatoría Especial sobre Defensores de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y 17 congresistas estadounidenses han señalado que detrás del cuestionado proceso penal contra los ambientalistas de Santa Marta y ADES está la intención gubernamental de reactivar proyectos mineros.

En un país como El Salvador -territorialmente pequeño, densamente poblado y con un creciente “estrés hídrico”- la minería de metales no es viable por, al menos, tres razones. Una tiene que ver con destrucción del paisaje natural y de los ecosistemas, ya que -cuando los minerales están dispersos en cantidades microscópicas- se necesita derribar cerros y montañas para procesar toneladas de roca y conseguir pequeñas cantidades de metales. Esto también desplaza forzosamente a comunidades y destruye tierras con vocación para la agricultura, ganadería y otras actividades productivas.

Otra es el uso intensivo del agua para lixiviar los minerales y separarlos del resto de la roca. Para dar una idea: Pacific Rim declaraba en su estudio de factibilidad de la mina El Dorado que iba a utilizar 11.5 litros de agua por segundo, es decir: unos 900 mil litros diarios. La explotación minera, cuando no desplaza a la población, la deja sin agua. Un ejemplo es Valle de Siria, en el departamento hondureño de Francisco Morazán, donde una mina se instaló y secó 19 de los 23 ríos que había en la zona.

Y finalmente el uso de cianuro, químico capaz de matar en segundos a alguien que ingiera una cantidad equivalente a un grano de arroz y que las mineras utilizan en grandes cantidades (cientos o miles de toneladas). A esto se suma el “drenaje ácido” que se produce cuando los metales pesados son removidos de su estado natural y entran en contacto con el agua o el aire, como todavía existe en el norte de La Unión donde operó una mina hace más de 100 años. A propósito de las minas de antaño, el historiador Héctor Lindo recuerda que un accidente minero cobró la vida de 85 trabajadores en 1915, en El Divisadero, Morazán.

La magnitud del potencial desastre ambiental generó un gran consenso nacional que derivó en la prohibición de la minería de metales. Pero eso parece no importarle al autócrata que aspira gobernar por mucho tiempo nuestro país. Por tanto, quienes piensan votar por Bukele porque no temen vivir en dictadura y creen que van a sobrellevar la crisis económica, deberían valorar la vida sobre el peligro de muerte que representa la explotación minera.

Si no lo hacen, serán responsables de estas tres catástrofes nacionales y en el juicio de la historia así quedarán consignados.

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Leonel Herrera

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