Opinión

Fraude electoral: acta de defunción y partida de nacimiento

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Leonel Herrera

Periodista y activista social.

En mi opinión, la debacle de la democracia salvadoreña comenzó un año antes: el 9 de febrero de 2020 con el fallido golpe presidencial contra la Asamblea de mayoría opositora. Con ese hecho Bukele demostró que no aceptaba los contrapesos democráticos y buscaría hacerse del poder total para gobernar a su antojo, manipular todo el aparato estatal y no rendir cuentas a ninguna instancia contralora.

Por Leonel Herrera

El impacto real de un acontecimiento político desastroso se mide siempre por la gravedad de sus consecuencias, y en El Salvador el fraude electoral de 2024 no podría ser más catastrófico: representa el final del breve período democrático iniciado con los Acuerdos de Paz de 1992. Metafóricamente puede decirse que los resultados de las elecciones del pasado 4 de febrero quedarán consignados en la historia nacional como el acta de defunción de la democracia y la partida de nacimiento de una nueva dictadura.

Esta dictadura -que iniciará formalmente el 1 de junio próximo- tendrá como elementos centrales a un presidente de facto usurpando el cargo tras una reelección prohibida por la Constitución de la República en al menos siete artículos y una Asamblea Legislativa oficialista también producto de una elección plagada de anomalías: sustitución de miembros de juntas receptoras de votos designados del Tribunal Supremo Electoral (TSE) por militantes del partido oficialista Nuevas Ideas (NI), propaganda oficialista e inducción al voto en los centros de votación y las “caídas del sistema” de registro y transmisión de resultados.

Las irregularidades también incluyen la duplicación y triplicación de votos, actas sin firmas o sin sello, urnas con cantidades de papeletas mayores al padrón electoral y papeletas extraviadas, marcadas con plumón o sin doblez que probablemente fueron incorporadas después de las elecciones, con el objetivo de alcanzar los votos necesarios para obtener el número de diputados solicitado por Nayib Bukele cuando se declaró ganador antes de los resultados preliminares del TSE.

El fraude se define, además, por el estado de suspensión de garantías constitucionales en el que se hizo la campaña y las elecciones, la serie de reformas de ley que remarcaron la cancha electoral a favor del oficialismo, la cooptación y sumisión del TSE, el abuso de los recursos públicos en la campaña oficialista, el boicot económico a los partidos de oposición y la campaña sucia que apelaba al miedo a las pandillas.

Por eso analistas críticos hablan de “fraude estructural” y ubican el inicio de la tragedia democrática nacional el 1o. de mayo de 2021, el fatídico día en que la supermayoría de Nuevas Ideas y sus lacayos parlamentarios destituyeron ilegalmente al Fiscal General y a los magistrados de la Sala de lo Constitucional, colocando en su lugar a obedientes personeros del oficialismo que cuatro meses después avalaron la reelección presidencial continua violentando la Constitución que habían jurado cumplir.

En mi opinión, la debacle de la democracia salvadoreña comenzó un año antes: el 9 de febrero de 2020 con el fallido golpe presidencial contra la Asamblea de mayoría opositora. Con ese hecho Bukele demostró que no aceptaba los contrapesos democráticos y buscaría hacerse del poder total para gobernar a su antojo, manipular todo el aparato estatal y no rendir cuentas a ninguna instancia contralora.

Y si al “fraude estructural” sumamos otros aspectos más allá de lo legal e institucional tendríamos un “fraude total”. Digo esto porque, además de la propaganda de miedo y el chantaje de que “con un diputado menos de NI los pandilleros saldrían de las cárceles”, el proceso electoral estuvo marcado por la desinformación y lo que algunos autores llaman “trollismo político” que -en este caso- se expresó en la falta de discusiones serias, difusión de noticias falsas, polarización y apelación a las emociones de la gente a través del gigantesco aparataje mediático y digital del oficialismo financiado con dinero público.

También se caracterizó por la ausencia de propuestas viables y sostenibles para resolver los problemas del país, especialmente sobre las precarias condiciones en que vive la mayoría de la población debido a la pobreza, el desempleo, los bajos salarios, la falta de pensiones dignas, el alto costo de los productos básicos, la crisis alimentaria, la falta de agua potable y otros problemas en los que no hubo acción gubernamental en los últimos cinco años.

Pocos candidatos presidenciales y para diputados hicieron propuestas reales. La única fórmula presidencial que planteó más de 100 medidas para atender las urgencias nacionales fue la del partido Nuestro Tiempo integrada por Luis Parada y Celia Medrano, propuestas elaboradas por la organización ciudadana SUMAR que lamentablemente la mayoría de electores no conoció o no quiso valorarlas.

El presidente Bukele no hizo una sola propuesta, ni siquiera sobre cómo piensa enfrentar la crisis de las finanzas estatales, que será uno de los problemas más apremiantes en su inconstitucional segundo mandato debido al altísimo nivel de endeudamiento público, la falta de financiamiento externo y el agotamiento de las fuentes internas para adquirir deuda de corto plazo (fondo de pensiones, banca privada y reservas del BCR). 

Como mencioné en un artículo de otro medio, la única “propuesta” del presidente reelecto inconstitucionalmente fue mantener el régimen de excepción, al cual atribuye la reducción y desarticulación de las maras, pero sin mencionar las graves violaciones a los derechos humanos, los abusos contra miles de personas inocentes, la transgresión de las reglas democráticas más elementales y las negociaciones con estos grupos criminales reveladas por el periodismo investigativo.

Finalmente, el “fraude total” sobrepasó todas las estructuras legales e institucionales y abarcó también ámbitos sociales, culturales, religiosos y comunicacionales que han reconfigurado imaginarios colectivos y consolidado una nueva hegemonía. En esta construcción oficialista de nuevos sentidos políticos es central modificar la concepción popular de la democracia con la idea de que “antes no había democracia y ahora sí”. 

Esto significa que una de las secuelas más nocivas del “fraude total” está en el plano de lo simbólico y consiste en que sus perpetradores mataron a la democracia, pero -mediante un relato negacionista y refundacionista- hacen creer a la población incauta que “ahora ha nacido la verdadera democracia”. Por tanto, construir una nueva esperanza democrática en el país ahora depende de que los electores que no votaron por Bukele y los que se abstuvieron de ir a votar no asuman la consolidación autoritaria y dictatorial como destino establecido.

Ojalá que así sea.

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Leonel Herrera

Periodista y activista social.

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