Frizgeralth estaba atrapado en una sucesión de infortunios. Llevaba casi nueve meses detenido por las autoridades migratorias de Estados Unidos. Salió de Venezuela rumbo a ese país el 10 de febrero de 2024, acompañado de Daniela, su novia, y tres amigos. Sus expectativas eran las que suelen tener quienes se lanzan a la aventura de echar raíces lejos de casa: quería conseguir un trabajo estable, conocer otra cultura. Pero, sobre todo, anhelaba reunirse con dos de sus hermanos, Miguel y Mónica, que residían allá desde hacía varios años.
Cruzaron el Darién, en una travesía que les tomó varios días. Luego siguieron por Centroamérica hasta México. Allí esperaron dos meses por la cita que pidieron en CBP One, la aplicación que, hasta enero de 2025, permitió a migrantes sin visa que aspiraban solicitar asilo programar citas en puertos de entrada fronterizos para tener un ingreso legal.
A ellos les asignaron la entrevista para el 19 de junio de 2024.
Frizgeralth le avisó a su familia con alegría. Su hermano Miguel sería el encargado de esperarlos y llevarlos a su nueva casa. Ya se acabaría la espera.
Ese día llegaron puntuales al puerto fronterizo de San Ysidro, en Baja California, y los hicieron pasar uno a uno para conversar con el oficial de migración.
Frizgeralth estaba nervioso porque los funcionarios no dejaban de mirarlo. Se sentía un bicho raro, intimidado.
—Tú vas a pasar de último —le dijo un oficial.
Solo pudo asentir y tratar de mantener la calma porque no había nada que esconder.
La familia y amigos aseguran que Frizgeralth, en Venezuela, era como cualquier otro muchacho. Salía a citas con Daniela; trabajaba con su hermano Carlos vendiendo ropa en una tienda virtual; jugaba fútbol con sus amigos; iba al estadio y paseaba con su familia. “Yo estoy limpio, no tengo delitos”, pensaba mientras esperaba. Vio salir a sus amigos y a Daniela, pero cuando llegó su turno, el tiempo se hizo eterno.
Dos horas, tres horas, cuatro horas, cinco horas… A su hermano Miguel le pidieron retirarse. Les indicaron que por ese día los procedimientos habían culminado.
Frizgeralth nunca salió y decidieron que se irían para evitar problemas, pero sabían que algo malo estaba pasando. Horas después, una llamada de migración se los confirmó: “Se quedó detenido por una investigación”.
El tiempo ha pasado y a todos en esta familia les ha costado entender exactamente lo que ha sucedido.
—A él siempre le dijeron que era por una investigación del tatuaje. Tiene aproximadamente 20 tatuajes en todo el cuerpo y uno es la rosa. Ese día comenzó esta pesadilla —comenta ahora Carlos, desde su casa en Caracas.
A Frizgeralth Cornejo primero lo llevaron al Centro de Detención de Otay Mesa en San Diego, California, una cárcel federal de seguridad media controlada por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EEUU (ICE). Semanas después lo trasladaron a Winn Correctional Center en Luisiana, el lugar donde pasó más tiempo: seis meses.
Mónica y Daniela hablaban con él porque a veces los oficiales le prestaban un celular, desde el que podía escribirles. También podían verlo de tanto en tanto en lo que llamaban “Visitas picnics”. Ellas pedían “citas” para que les permitieran esos encuentros, o él los solicitaba. Una vez, le llevaron las planillas del asilo que él tenía que firmar y no les permitieron ingresarlas.
Para darse un abrazo, ambas tenían que cumplir un protocolo meticuloso. Solo podían comprar la comida en un lugar específico y abrir cada una de las bolsas al llegar. En el mostrador, dejaban sus celulares, las llaves y sus documentos de identidad. Las revisaban. Luego, las hacían caminar por un pasillo largo e iluminado, rodeado de muchas rejas.
—Había muchos oficiales, les pasábamos por el lado, hasta que llegábamos a una sala donde lo traían a él. Solo lo vimos dos veces en Winn Correctional Center y una vez en Otay Mesa —recuerda Mónica.
En esas visitas, notaban a Frizgeralth de mejor ánimo. Les contaba que oraba seguido para no sentirse solo; que al salir quería congregarse en una iglesia, casarse y tener hijos. Y que ahí dentro había más venezolanos que aseguraban haber sido detenidos por la misma razón que lo tenían a él: tener tatuajes. Él les repetía a ellas, una y otra vez, lo mismo que les escribía por mensajes: “Anhelo estar con ustedes ya, pero me toca esperar el tiempo de Dios”.
Ellas le transmitían a la familia cada detalle que lograban obtener.
El 14 de diciembre pasó su cumpleaños 26 encerrado y sin poder compartir con su gente.
Un día, Mónica recibió un mensaje que le preocupó: “Ando desanimado porque aquí han empezado a llegar venezolanos que ya estaban con libertad y cuentan que los fueron a buscar en sus casas, a sus trabajos, les dijeron que sospechaban de sus tatuajes. Yo sé que mis tatuajes no son referentes a algo delictivo, pero esta gente está juzgando a todo el mundo de la misma manera”.
Cuando el Gobierno de Estados Unidos confirmó que había enviado a 238 migrantes venezolanos a El Salvador, aseguró que los expulsaba por ser presuntos miembros del Tren de Aragua. Y agregó que no solo los unía su nacionalidad, sino tatuajes específicos con los que se identifican. Aquellos que tengan un tren, una rosa, una brújula, una estrella, una corona, o simplemente a Michael Jordan saltando, pueden ser considerados integrantes de la banda según el Departamento de Seguridad Pública de Texas, aunque no haya un delito que los incrimine.