Ilustración/Leonel Pacas

Torturar a la diversidad sexual en nombre de Dios

En El Salvador, un país de mayoría cristiana, ser lesbiana, gay, bisexual, trans o no binario aún es considerado por gran parte de la población como “pecado”. Hay quienes se han visto sometidos a  prácticas de violencia correctiva para tratar de revertir su orientación sexual o identidad de género en iglesias que incluyen en sus esfuerzos de conversión exorcismos, gritos, golpes e ingesta de sustancias desconocidas. Organismos internacionales y expertos coinciden en calificar estas prácticas como tortura, un delito de lesa humanidad. 

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Por Mónica Campos

Jonathan Pietropaolo sobrevivió a un año de exorcismos. Cuando tenía 17 años, un grupo de cristianos evangélicos, identificados como miembros de una iglesia profética y seguidores del pentecostalismo, se dedicó a presionar su estómago hasta hacerlo vomitar cada semana, bajo la creencia de que era necesario para “sacarle el demonio de la homosexualidad” y así agradar a Dios. En ese tiempo, Jonathan estaba confundido y lo permitió por presión, pero ahora dice tener claridad de que en realidad fue sometido a un método de tortura, al que los religiosos llamaban e-xor-cis-mo. Jonathan lo dice así, pausado y con énfasis al pronunciarlo, por si alguien tiene dudas. Esa tortura, como cualquier otra que deja cicatrices, le dejó secuelas perennes con las que tiene que vivir actualmente.

Las secuelas con las que lidia no se limitan a los ataques de ansiedad que enfrenta y no solo quedaron a un nivel emocional. Jonathan está seguro de que todas esas veces que lo torturaron, presionando su estómago hasta hacerlo vomitar, sumado a los largos ayunos que hizo en su adolescencia para pedir a Dios que lo “convirtiera” en una persona heterosexual, provocaron que hoy tenga serios problemas de colon.

Jonathan nació en una zona rural de Usulután, en el oriente de El Salvador, en el seno de una familia católica golpeada por la migración. Una de las primeras familiares en irse del país fue una tía de su mamá, quien emigró a los Estados Unidos, donde se convirtió en pastora de una iglesia evangélica. Mientras tanto, Jonathan se quedó con su abuela, su abuelo, su mamá y sus hermanas. En 1998, cuando tenía cuatro años, su abuela también comenzó a visitar una iglesia evangélica, por recomendación de la tía que había emigrado y fue entonces cuando su familia abandonó el catolicismo y abrazó la fe evangélica.

En 2001, luego de los terremotos que dejaron un considerable impacto económico en El Salvador, su madre también decidió migrar hacia los Estados Unidos. Jonathan y sus hermanas quedaron al cuidado de su abuela, quien se preocupó de educarlos bajo la doctrina de la iglesia. Eso, según Jonathan, marcó su vida y la de sus hermanas, quienes crecieron e interpretaron el mundo bajo la óptica de la iglesia evangélica.

“Crecimos con temor a todo, con miedo a todo, porque se nos adoctrinó de esa manera. Se nos enseñó a tener miedo, porque todo es un pecado. Yo no podía ni ir a ver los desfiles en las fiestas del pueblo, porque esas son cosas del mundo. No podía escuchar música de cualquier artista, solo evangélicos, porque las otras canciones son del mundo”, comentó Jonathan a GatoEncerrado

Crecer en la iglesia y bajo las creencias del fundamentalismo religioso en el que basan parte de su teología algunas de las iglesias evangélicas, lo convenció de que sentirse atraído por otro hombre era una señal inequívoca de que estaba poseído por un demonio.

La primera vez que sintió culpa por sentirse atraído emocionalmente por otro niño fue en su escuela, cuando tenía 12 años. En parte, la culpa también vino después de los regaños de los adultos y las burlas de sus compañeros. Los profesores sabían del acoso que enfrentaba por ser diferente a la mayoría de los estudiantes, pero nunca hicieron nada para detenerlo.

“Teníamos una materia de psicología general y era impartida en el tercer ciclo. Y comenzaron a tocar temas de sexualidad, lo cual se tuvo que detener un poco porque hubo quejas de padres y madres. No llegamos a tocar en su totalidad el tema de orientación sexual”, recordó Jonathan para señalar que la presión no era solamente religiosa, sino que hasta en su escuela encontró resistencia a discutir temas que los adultos y padres de familia de su comunidad aún consideran tabú.

Por todo lo que escuchaba a su alrededor y las recriminaciones que enfrentaba, Jonathan no quería ser gay. Tenía miedo y sentía culpa. A los 15 años frecuentó la iglesia tanto como pudo, con la esperanza de que las oraciones lo hicieran libre del “demonio de la homosexualidad”. Para liberarse, siguió el consejo de los cristianos que le sugirieron someterse a largos ayunos para que Dios hiciera cambios en su vida. Su petición era dejar de sentir atracción por otros niños. Básicamente, dejar de ser la persona que es.

“Yo quería suicidarme, porque en la biblia decía que la paga del pecado es muerte y decía que los afeminados y que los hombres que se acostaban con hombres tenían que ser lapidados y no iban a entrar en el reino de los cielos. Entonces, ¿por qué yo iba a vivir tanto tiempo si al final siempre iba a ir a parar al mismo lugar, que era el infierno?”, se preguntaba Jonathan cuando cumplió 15. 

Fue en esa época cuando intentó suicidarse en dos ocasiones distintas. Solo era un adolescente cuando concluyó que no le encontraba sentido a la vida. En todo lugar se sentía incómodo y con la carga de que tenía un demonio en su interior.

“Yo no salía del aula donde yo estudiaba, porque cada vez que salía, los muchachos me perseguían, me gritaban, trataban de tocarme, me empujaban. Iba a comprar y eran burlas, eran gritos y todo esto me traumó. Yo no podía salir de mi aula y no quería salir de mi casa, porque sentía pena de salir a la calle, porque en la calle también me perseguían. Esto iba socavando mi salud mental, sentía la culpa de ser una persona homosexual y estaba enamorado de un niño”, relató.

A los 17 años se inscribió para estudiar arquitectura en la Universidad de El Salvador (UES) por presión de su familia, aunque su sueño era estudiar alguna carrera de humanidades. El ambiente universitario no fue muy distinto de lo que ya conocía. La facultad de Ingeniería y Arquitectura le resultó, según observó, “machista y homofóbica”. En esa época, sin embargo, fue cuando tuvo su primera experiencia sexual. 

En un intento por ser escuchado por alguien, le contó sobre su experiencia a una persona cercana a su familia. Luego, esa persona cometió “outing”; es decir, reveló la orientación sexual de Jonathan sin su consentimiento. Traicionó su confianza y llamó a su madre, en los Estados Unidos, para contarle que su hijo era gay. 

Esa llamada alteró a su madre y abuela. Para calmar la situación, Jonathan tuvo que prometer a su abuela que iba a cambiar. Una tía, que escuchó la revelación y quien además se enteró de los dos intentos de suicidio, le recomendó asistir a una iglesia profética, pentecostal y mucho más conservadora y fundamentalista que la iglesia que frecuentaba.

“Voy a esta iglesia y ahí me dicen que van a llegar a orar a la casa por mí. Jamás me dijeron que estaban llegando para sacarme los demonios de la homosexualidad, pero ya sabía que por eso llegaban, porque ya habían hablado con mi tía y el pastor. Se hacían tipo células o reuniones que llegaban a orar a otras casas también, pero particularmente siempre y en todas estas reuniones mi persona era por las principales que tenían que orar”, recordó.

La pequeña sala de su casa se llenaba hasta con 25 o 30 personas. En cada reunión estaban presentes el pastor y los profetas más importantes de la iglesia. En la cocina, la abuela preparaba refrigerio para recibir a los cristianos que llegaban a orar por su nieto.

Jonathan describió que en esas reuniones la liturgia comenzaba con una oración, luego seguían unos coros alegres, volvían a orar y después venían las alabanzas de adoración. Estas alabanzas, según comentó Jonathan, tenían un lugar especial en la liturgia, porque era el momento para manifestar emociones o “los dones del espíritu santo”. Pasado ese punto, lo que seguía era la predicación del pastor. 

“Posterior a la predicación venía la oración y era en esa última oración que comenzaban a realizarme el exorcismo”, explicó Jonathan. El procedimiento lo ejecutaban en grupo. “Las personas que se acercaban directamente (a Jonathan) eran entre cinco o seis, cada semana. Entre ellas estaba el pastor y los profetas más importantes de la iglesia. Comenzaban a ponerme manos, a tocarme”, detalló.

Tras ese primer contacto, continuaban golpeándolo con ramos de flores, le ponían las manos en diferentes partes del cuerpo y finalmente lo hacían vomitar. “Lo que hacían era, me acuerdo bien, apretaban mi estómago, pero sobre todo hacían presión con un puño o con los dedos en la boca del estómago. Con la punta de los dedos me apretaban bastante fuerte ahí mientras estaban orando, y a los cinco minutos después comenzaban las ganas de vomitar y yo vomitaba”, describió. 

En una ocasión, siempre con el fin de sacar el demonio que supuestamente Jonathan tenía adentro, los familiares lo llevaron a otra iglesia. Según recuerda, en esa congregación le dieron a beber una Coca Cola mezclada con una sustancia que hasta ahora desconoce. Esa fue la única vez que recuerda haber entrado en una experiencia de trance durante un culto. Todos los asistentes bebieron y todos vomitaron.

El vómito, según explicó Jonathan, es una señal que los profetas de esa iglesia tenían para saber si el exorcismo estaba funcionando y que el demonio que poseía a Jonathan estaba abandonando su cuerpo. 

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El Salvador es un país conservador en el que todavía no es aceptada la diversidad sexual, a pesar de que han pasado 31 años desde de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) sacó a la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales y la aceptó como una variación de la sexualidad humana y tres años después de que también sacó del listado la transexualidad. En este pequeño país centroamericano, identificarse como lesbiana, gay, trans, bisexual, intersexual o no binario todavía es sinónimo de “pecado” o “anormalidad”. 

Lo conservador viene de la mano con la religión. Casi el 80 % de la población salvadoreña se identifica a sí misma como religiosa y en los últimos años ha ocurrido un fenómeno interesante: un porcentaje de la población ha dejado de identificarse como católica para convertirse en evangélica. Esto es notable en los barrios, donde puede observarse por doquier a las iglesias, principalmente a las de corte profético y pentecostal. Algunas casas de habitación son utilizadas como iglesias, donde la única autoridad son los pastores y la biblia. No responden a jerarquías, son absolutas y en muchos casos diferentes unos grupos evangélicos de otros.

Una de las encuestas más recientes de la unidad de datos de La Prensa Gráfica, publicada en 2019, reveló que el 40.5 % de los salvadoreños se declaran católicos, mientras que un 39.5 % se declaran evangélicos. Solo el 17.1 % dijeron no identificarse con ninguna religión. El porcentaje sobre los salvadoreños que se identifican como evangélicos es revelador, porque demuestra el crecimiento de la iglesia evangélica en El Salvador, mientras que la iglesia católica ha menguado.

Si bien es cierto que la iglesia evangélica ha crecido en los últimos años, su presencia en tierras salvadoreñas ya tiene más de un siglo. Los primeros misioneros vinieron al país a finales del siglo XIX y fue en ese entonces cuando comenzaron a fundar iglesias evangélicas, según señala una investigación del historiador Luis Huezo Mixco, quien también ha logrado identificar que fue entre 1903 y 1906 cuando el movimiento del pentecostalismo llegó a El Salvador. 

El historiador Huezo Mixco también explica en su investigación que las iglesias pentecostales son aquellas que tienen a su base la creencia en los dones del espíritu santo y por lo tanto realizan invocaciones y rituales de “exhortación”. Según la investigación, estas prácticas y rituales están documentadas, al menos, desde 1932. De ese año data una correspondencia enviada al expresidente Maximiliano Hernández Martínez, en la que hay una descripción de los rituales de las iglesias pentecostales en el departamento de La Unión, en el oriente del país.

“Le envían un correo a Hernández Martínez, le dicen: ‘Hay un grupo de temblorosos que hablan en lenguas, ponen música fuerte y piden que baje el espíritu santo que no baja’. Le piden (en la correspondencia) que ponga orden y manda a la Guardia Nacional”, detalló Huezo Mixco a GatoEncerrado.

Desde que llegó, el pentecostalismo se fue regando como pólvora. “Esas iglesias libres, crecieron sin autoridad jerárquica, sin dinero, de manera espontánea y se han reproducido hasta considerar yo el más alto porcentaje de creyentes en el país hasta este momento”, aseguró el historiador.

Huezo Mixco ha dedicado parte de su vida a documentar la historia de la iglesia evangélica en El Salvador. En esa investigación encontró que existen diferentes denominaciones de iglesias y que no todas realizan exorcismos. Una característica de las que sí lo hacen es que la mayoría están ubicadas en barrios, colonias y cantones. Lo hacen de manera privada y muchas veces oculta. Documentar ese tipo de cosas en una investigación académica o periodística no es sencillo.

Hace tres años, Huezo Mixco buscó una iglesia donde se practiquen los exorcismos y para encontrarla decidió sentarse en una de las sucursales del restaurante Samsil, en el centro de San Salvador, un establecimiento popular de comida a la vista donde cualquiera puede notar, con un primer vistazo, que es manejado por personas evangélicas. 

Entrar al Samsil más parece entrar a la cocina y comedor de una iglesia, donde muchas mujeres, empleadas y comensales, llevan velos en la cabeza. Fue ahí donde Huezo Mixco se sentó a la mesa y posteriormente comenzó a abordar algunas de las personas para preguntarles sobre lugares donde se hacen exorcismos. 

“Les pregunté y me remitieron a una iglesia en Metalío, en la zona costera. Son iglesias que se llaman proféticas. ¿Qué es una iglesia profética? Creen en los dones del espíritu santo, creen en la sanidad, en el exorcismo, que Dios habla hoy de manera personal y que puede usar a los líderes de la iglesia para darle a usted un mensaje personalizado”, explicó Huezo Mixco.

Los exorcismos, son en parte, esfuerzos de las iglesias por convertir a personas de la diversidad sexual en cristianos y heterosexuales. Esos rituales también son conocidos popularmente como “terapias de conversión”. Pero para expertos y organismos internacionales, la palabra que describe lo que vivió Jonathan no es terapia, sino tortura. 

Según un informe publicado en 2020 por la Asociación Internacional de Gays, Lesbianas, Bisexuales, Trans e Intersex, (ILGA World) titulado: “Poniéndole Límites al Engaño, ‘las discusiones sobre las “terapias de conversión” a menudo se han enmarcado bajo el tema más amplio de la tortura, ya que muchas de las “técnicas” y “terapias” pueden infligir dolor físico extremo y sufrimiento mental. Esto puede incluso decirse de métodos que no implican violencia física brutal’”, dice el documento. Esta organización tiene su sede en Ginebra, Suiza, y tiene estatus consultivo con el Consejo Económico y Social de la ONU (ECOSOC).

El informe explica que incluso el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la Tortura ha declarado que dado que la terapia de conversión puede infligir “dolor o sufrimiento intenso, dada también la ausencia de una justificación médica y de consentimiento libre e informado, y que está arraigada en la discriminación basada en la orientación sexual o la identidad o expresión de género, estas prácticas pueden constituir un acto de tortura o, en ausencia de uno o más de esos elementos constitutivos, un ejemplo de otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”.

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Durante el año de exorcismos, la salud de Jonathan comenzó a deteriorarse. En una ocasión cayó enfermo después del ritual. Ese día, una de sus primas intentó bajar la fiebre alta y le gritó a la abuela: “Usted tiene la culpa de que este niño esté así, por las cosas que le vienen a hacer acá”. En ese momento, Jonathan recuerda haber pensado: “las cosas se nos están yendo de las manos”. 

“Yo pensé que ya no era sano lo que estaba pasando y comencé a no querer que los hermanos llegaran, me comencé a hacer un poco más distante, pero no dejaban de llegar por mi abuela y mi tía que estaban felices de que yo iba a cambiar”, relató. 

Jonathan aseguró que no vio lo que sucedía como algo peligroso o violento hasta que comenzó a ver repercusiones, no solamente emocionales sino también físicas. En esa etapa de su vida se le desarrolló el padecimiento conocido como colon irritable, además de sufrir ataques de ansiedad. Parte de las secuelas es que a sus 27 años no puede tener una alimentación normal. Debe seguir una dieta muy estricta, porque la mayoría de los alimentos le causan malestar. Diez años después de esos episodios, sus padecimientos le impiden desarrollarse plenamente en su vida cotidiana. 

“Trato de tener dieta, de medicarme, porque mi problema del colon es serio, es grave. Casi no puedo consumir nada, casi nada. Tengo que andar viendo cómo hago para poder alimentarme, porque cualquier comida me hace daño. Todo este proceso de vida considero que no ha sido saludable y al final ha tenido repercusiones físicas en mí y las estoy viviendo”, comentó. 

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Esta violencia física y psicológica correctiva que Jonathan sufrió en las iglesias, según la psicóloga Iris Tejada de Cristosal, también siguen ocurriendo en algunos consultorios psicológicos donde ejercen profesionales de la psicología “no actualizados o con enfoques conservadores”. 

Tejada es enfática en decir que la psicología como ciencia no reconoce la diversidad sexual como un trastorno y que eso ya trascendió en los manuales de diagnóstico. Aseguró que incluso algunos de sus colegas, desde sus propios valores conservadores y tradicionales, siguen presentándose a consultas para poder hacer terapias de conversión. 

“No son terapias. Lo mismo que estos rituales o procesos que se hacen desde distintas religiones son violencia. Hay que llamarlo como es: violencias correctivas, violencias psicológicas y que pueden también de hecho trascender a violencia física, a tortura”, insistió la psicóloga.

Tejada analizó la violencia correctiva a la luz de dos síntomas: los síntomas de la persona LGBTI y los síntomas de una sociedad enferma: “A mí siempre me gusta decir que ante la homofobia y transfobia, que estos son los verdaderos síntomas de salud mental que debemos erradicar. A la población LGBTI se le debe brindar una atención y un acompañamiento psicosocial (…) pero también trabajar sobre la población que ejerce el acoso, la discriminación, el estigma, el odio; porque la homofobia, la lesbofobia y la transfobia también son manifestaciones de una salud mental comprometida, una salud mental colectiva de la población que está marcada por el prejuicio, que lleva al odio y el odio que lleva a la violencia”, aseguró. 

Agregó que una de las razones por las que hay personas que se someten a estas prácticas violentas es porque son víctimas de la homofobia internalizada. “Eso es una secuela de la misma violencia vivida, porque es mejor apegarse a la norma tradicional a enfrentarse a la exclusión, al rechazo y los riesgos que implican vivir como persona LGBT en una sociedad tan conservadora como la salvadoreña”, concluyó la especialista.

Este tipo de violencia permanece oculta y se habla en voz baja, rara vez públicamente. Esto dificulta que las víctimas hagan uso del sistema de justicia. El Estado salvadoreño ratificó la Convención Contra la Tortura y otros tratos Inhumanos y Degradantes el 23 de marzo de 1994 y sus artículos 2 y 16 “obligan a cada Estado Parte a tomar medidas efectivas para prevenir los actos de tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes en todo territorio bajo su jurisdicción”; sin embargo, la violencia correctiva no está debidamente regulada por el marco legal salvadoreño. 

El Salvador sigue en deuda en este tema. El 18 de diciembre de 2002 fue aprobado en la Asamblea General de las Naciones Unidas el Protocolo Facultativo contra la Tortura y pese al llamado de organismos internacionales, El Salvador no lo ha firmado. En mayo de 2018, el entonces viceministro de Relaciones Exteriores, Carlos Alfredo Castaneda, firmó una solicitud a los secretarios de la Asamblea Legislativa con el objetivo de someter a consideración la firma del protocolo, pero no fue sometido a discusión en el pleno. 

En su artículo 17, el protocolo obliga a que cada estado firmante  “mantendrá, designará o creará, a más tardar un año después de la entrada en vigor del presente Protocolo o de su ratificación o adhesión, uno o varios mecanismos nacionales independientes para la prevención de la tortura a nivel nacional”.

COMCAVIS Trans, una organización que brinda ayuda humanitaria a personas LGBTI, tiene únicamente tres casos de violencia correctiva registrados. Celina Morán, asesora jurídica de la organización, aseguró a esta revista que los pocos casos tienen su explicación en la normalización de este tipo de violencia o al hecho de que los perpetradores son familiares de las víctimas o personas de autoridad para ellas.

Morán se dedica a la defensa jurídica de víctimas de violencia en casos de desplazamiento forzado, crímenes de odio y solicitudes de asilo; y aseguró que todavía no tiene documentado ningún antecedente jurídico por un caso de violencia correctiva. “Sería marcar un gran precedente jurídico, un gran precedente jurisprudencial; porque dentro de El Salvador, como sociedad no estamos sensibilizados ni deconstruidos para reconocer los derechos humanos de la población LGBTI. Segundo, como sociedad hacemos mucho énfasis en la salud física, pero se ha tenido en precariedad por mucho tiempo la salud mental”, aseguró. 

A falta de un tipo penal específico para la violencia correctiva, Morán explicó que de llevar uno de estos casos empezaría por una denuncia bajo el delito de tortura, tipificado dentro del código penal como delito de lesa humanidad. Morán dijo que ese tipo de delitos trascienden más allá de los delitos comunes de tipo penal como el robo y el hurto, porque en la tortura se reconoce que no solamente se constituye como víctima a la persona directa sino también se constituyen víctimas extensas. En específico, en este caso, las víctimas extensas serían la población LGTBI como colectivo. 

“En lo que se trata de hacer énfasis cuando se hacen ese tipo de denuncias de lesa humanidad es tratar de garantizar que no se repita (el hecho de violencia). En ese sentido estaríamos creando una gran precedente jurisprudencial si se logra tener una condena por esas terapias de conversión, porque el precedente jurisprudencial viene dado porque existe una condena, no porque exista una denuncia. El acceso a la justicia no se limita a una denuncia, sino a una investigación y que este proceso penal llegue a término con una sentencia condenatoria”, explicó la abogada.

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Jonathan insistió en que la razón por la que al inicio estaba de acuerdo con los exorcismos era porque creía firmemente que por medio de ese ritual iba a cambiar. “Mi cabeza, mi visión del mundo era evangélica cristiana, era mágico religiosa, o sea todo lo que giraba alrededor de mí era la religión. Entonces, luego fue que ya a mitad del proceso me comencé a cansar, me comencé a cuestionar”. 

Jonathan conoció el concepto orientación sexual hasta que se cambió de la carrera de Arquitectura a la de Trabajo Social. Pero antes de eso, lo único que conocía era lo que pastoras y profetas le decían. Aunque en una ocasión, una de las pastoras le dijo algo que lo hizo reconsiderar si quería seguir sometido a los exorcismos.

—¿Cómo estás?—le dijo una pastora a Jonathan.

—Bien.

—Pero yo te pregunto si te siguen gustando los niños. 

—Sí. 

—Hay cosas que los humanos no sabemos y que son misterios de Dios. De una u otra forma debes aceptarte y pedirle misericordia a Dios.

“Justamente esas palabras fueron el punto para poder retirarme”, recordó Jonathan. Con esas palabras confirmó que sus pensamientos no estaban errados, que lo que pasó durante todo ese año no estaba bien. Esas palabras le hicieron retirarse de la iglesia profética, de la iglesia pentecostal, de la iglesia evangélica y de cualquier otra religión que le exigiera cambiar su esencia. 

“Comienzo a hacer el análisis de que lo que viví durante un año de exorcismos. Eran terapias de conversión, era esta cuestión de sacar las legiones de demonios como ellos decían, de una persona homosexual”. 

Jonathan decidió contar su historia a GatoEncerrado porque, según dijo, una de sus más grandes preocupaciones es que más niñas y niños estén pasando por lo que vivió y ese es un pensamiento recurrente que no puede evitar: “A veces vemos las noticias de que alguien se suicidó y lo que me pasa por la cabeza es si estaba viviendo lo que yo viví”. 

Epílogo: La “restauración” de Guillermo

Una noche de abril de 2021, Guillermo Romero dio su testimonio en una iglesia profética. Aseguró que Dios lo cambió, que ya no es homosexual y, además, que recibió un milagro cuando fue curado de VIH. Cerca de 40 personas, de diferentes edades, escucharon su discurso, excepto los menores de 12 años, quienes fueron sacados del salón.

Guillermo relató que a los 16 años comenzó a congregarse en una iglesia. Contó que su primera experiencia sexual fue a los 17 años en un baño público de un centro comercial. En esa época, según recuerda, su mente estaba batallando con la idea de no querer ser gay. “No porque alguien me lo impusiera, porque no lo había exteriorizado, pero ya había una etiqueta de que eso era malo, porque me hacían bullying”, explicó. 

El día de su primera experiencia sexual, en ese baño, cuando un hombre mucho mayor lo agredió sexualmente, Guillermo solo se paralizó. Se asustó mucho más cuando su cuerpo reaccionó a ese estímulo. “Yo batallaba muchísimo. La gente decía que yo era un niño bien espiritual, porque en el momento de las alabanzas yo estaba muerto en llanto, pero yo estaba muerto en llanto porque me sentía mal. Le escribía cartas a Dios porque le pedía que me cambiara y todo eso fue muy traumático”, comentó. 

En 2014, cuando Guillermo cumplió 19 años, comenzó a vivir una vida abiertamente gay y a alejarse de la iglesia. Su primera pareja fue un joven católico, luego buscó tener relaciones sexuales con desconocidos: “Si el sexo duraba 30 minutos, solo esos 30 minutos podía ser feliz”. Todo el resto del tiempo Guillermo se sentía sumergido en profundos estados de depresión. 

En agosto de 2015, a sus 20 años, fue diagnosticado con VIH, lo cual afectó aún más su estado de ánimo. Unos días después de recibir el diagnóstico, tomó todo un frasco de pastillas, con la idea de suicidarse. Pero sobrevivió. Ese año su madre comenzó a ir a la iglesia Ministerio Sueños de Dios y Guillermo la acompañó. 

En esa iglesia, Guillermo se sintió tan cómodo que generó lazos de afecto con sus pastores y decidió contarles que era gay. “Ellos no se alarmaron, no me dijeron ‘¡Jesucristo, te vamos a exorcizar! No’. Me comprendieron”, comentó. 

El pastor lo llamó a su oficina. “Sus palabras representaron un alivio para mí. Me dijo: Guillermo, lo que menos quiero que hagas es que te vayas de esta iglesia, nosotros somos tu familia”. 

Guillermo tomó esas palabras como la confirmación de que era ahí donde debía estar. Seis años después, acompañado de su pastor, Guillermo dedica parte de su tiempo a contar su testimonio en diferentes iglesias. “El diablo lo quiso desviar, quiso cambiar su identidad. Estuvo en el homosexualismo pero Dios lo libertó”, dice el pastor, al presentarlo frente a las congregaciones. Al escuchar esas palabras, los gritos de amén y los aplausos resuenan en la sala. Solo esta semana, según dijo a GatoEncerrado, tenía en agenda llevar su testimonio a dos iglesias.

Guillermo asegura que encontró paz en la conversión. Su “restauración”, como él le llama, se dio en un retiro espiritual. “Dios hace sangre nueva en ti”, le susurró un hermano al oído y en ese momento sintió algo inexplicable. Además de ir de iglesia en iglesia dando su testimonio, tiene un podcast en el que cuenta su experiencia personal. 

Antes de eso pensaba que la homosexualidad no era un pecado. “Yo era de los que andaba publicando en Facebook la bandera LGBT y decía que Dios me amaba, que estaba bien”. Le decía a su pastor que él quería ser un pastor gay porque quería decirle a la gente que la comunidad LGBT está bien, porque quería evitar el sufrimiento que él había pasado. 

Días antes de terminar su última relación cayó una vez más en un estado profundo de tristeza. Dejó de tomarse los medicamentos para controlar el VIH, porque había escuchado que Dios curaba de las enfermedades y su salud empeoró por lo que se enojó con él y se retiró de la iglesia. En 2018, luego de pasar por ataques de pánico y terapias psicológicas para controlar su depresión,  regresó a la congregación y sus pastores lo recibieron con alegría. “Esos abrazos significaron mucho para mí”, explica. Y así volvió a la iglesia. 

En 2019 llegó a su iglesia la invitación a un seminario de sanidad interior impartido por una iglesia hermana, la Iglesia Nueva Familia. En ese momento Guillermo estaba decidido a cambiar. “El Guillermo que hace un par de semanas defendía a la comunidad LGBT a capa y espada y que predicaba que la homosexualidad no era pecado en ese momento le decía no a algo”, comentó. 

Esa semana fue al seminario donde recibió charlas sobre moralidad sexual y maldiciones generacionales. Luego de eso comenzaron a orar. Ese día le pidió a Dios que le hablara. Durante la oración le dijo a Dios “quiero ser libre del espíritu de la homosexualidad, quiero que me hagas el milagro, quiero que me sanes”. En ese momento asegura que por primera vez en muchos años sintió paz. 

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