Opinión

Los costos que la sociedad tendrá que asumir

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Ricardo Castaneda

Economista salvadoreño graduado de la Universidad de El Salvador. Posee un máster en Gobierno y Gestión Pública en América Latina de la Universidad Pompeu Fabra/IDEC Barcelona y una maestría en Política Mediática, Mapas y Herramientas de la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesor universitario. Autor de múltiples investigaciones sobre política fiscal, niñez y adolescencia, desarrollo rural, pobreza y desigualdad. Actualmente es economista sénior y coordinador de país para El Salvador y Honduras del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi).

En un contexto donde convergen tantas crisis (sociales, económicas, financieras, ambientales, políticas, de género) lo que se requiere es la construcción de alternativas. Es decir, además de lo que este gobierno está haciendo, ¿cuál es la contrapuesta para la población? 

Por Ricardo Castaneda* 

El Salvador va muy bien, según la mayoría de salvadoreños. Desde el gobierno, nunca lo han escondido, su señal de éxito no son los indicadores de desarrollo sino de popularidad, por lo que en función de las encuestas tienen mucho que celebrar después de tres años. Si gobernar fuera un concurso de imagen, no habría más que decir y solo quedaría aplaudir. Pero no. Gobernar tiene muchas aristas y es complejo, pero esencialmente se trata de utilizar el poder para mejorar (y no empeorar) las condiciones de vida de las personas. Millones de personas. Y ahí no todo es “me gusta”, aunque hasta ahora pareciera que la sociedad está dispuesta a asumir los costos del subdesarrollo y del autoritarismo. 

En términos de democracia, en muy poco tiempo —quizá hasta récord olímpico— pulverizaron una ya débil institucionalidad democrática. A través de las urnas lograron el control del Ejecutivo y del Legislativo y, por medio de un golpe técnico se hicieron del poder judicial. En menos de tres años el presidente Bukele y su familia han logrado la captura y control del aparato estatal. Y la ciudadanía parece estar dispuesta a asumir los costos de vivir en una autocracia. Eso sí, desde tiempo habían venido advirtiendo que para ellos la palabra democracia sabía a poco, pues nunca vieron que su situación económica y social mejorara. Para buena parte de la población no hay diferencia entre tener un presidente sometido a un Estado de derecho o un presidente que sea él el Estado, pues suficiente se tiene con sobrevivir cada día. 

En términos sociales se está dispuesto a aceptar los costos de la migración, la pobreza y la desigualdad porque por lo menos de manera efímera algunas personas recibieron un solo bono de $300 y cajas de alimentos, para muchos esto representó un enorme cambio de no haber recibido antes nada. En educación, recibir tablets y computadoras pareciera ser suficiente para encubrir los costos de la exclusión y la poca calidad. 

En términos de seguridad, los números son impresionantes. Tanto la caída en la cantidad de homicidios como en el incremento de capturas, especialmente en el marco del estado de excepción. A la sociedad en su conjunto, pareciera que poco le importa lo de treguas, onerosos planes de control territorial que posiblemente ni siquiera existieron o el drama de cientos de familias a quienes les han capturado a seres humanos inocentes. Con que no le pase a uno ni a los suyos, basta y sobra para sentir un pequeño respiro. 

Durante décadas el país ha tenido un modelo económico basado en el individualismo, donde el sálvese quien pueda ha sido unos de sus principales “éxitos”, y eso está muy arraigado en la sociedad. Tampoco interesa saber qué tan sostenibles son estas medidas o cómo se puede resolver un problema histórico cuyas raíces son estructurales, con solo rebalsar las cárceles. Con vivir es suficiente, el resto es un costo que se parece aceptar.

Y esta es una consigna que también se puede observar en algunos empresarios que están dispuestos a seguir el modelo nicaragüense: mientras los negocios sigan dando, todo lo demás no importa. Una visión cortoplacista muy propia de quienes en realidad más que empresarios son rentistas.  Y también en sindicalistas a los que no les importa que pisoteen los derechos laborales, siempre y cuando no sean los de ellos. O de funcionarios y empleados que, con tal de no perder su empleo están dispuestos a asumir el costo, incluso el de la falta de ética. Y qué decir de los “profesionales”, quienes teniendo enormes privilegios en el mejor de los casos han optado por guardar silencio frente a decisiones erróneas o incluso frente a múltiples violaciones de derechos y; en el peor de los casos, hasta las aplauden. Con tal de que “a mí” no me pase nada, todo lo demás no importa, el costo se asume. 

Los partidos políticos de oposición sumidos en crisis creadas por ellos mismos, prefiriendo en muchos casos asumir el costo de la inoperancia que el de la decencia. Incapaces de anteponer los intereses de las mayorías a la sobrevivencia de sus dirigentes y financistas.   

También hay que asumir la responsabilidad desde la academia y organizaciones de sociedad civil, que seguimos sin ser efectivos en poder describir la realidad que atraviesa el país, con un lenguaje en el que la mayoría no comprende, pero sobre todo sin ser capaces de explicar adecuadamente las alternativas para cambiarla. Y donde estratégicamente desde el gobierno se ha instaurado a los representes de las organizaciones sociales y a los periodistas como “enemigos”.

En resumen, el problema no es un gobierno que improvisa, deteriora la institucionalidad y pisotea los derechos de las personas sino una sociedad que en sus diversas aristas le aplaude o es cómplice asumiendo los costos de esto. 

Llegado a este punto pareciera entonces que la única opción es apagar las luces y que siga imperando el sálvese quien pueda, pero no. En un contexto donde convergen tantas crisis (sociales, económicas, financieras, ambientales, políticas, de género) lo que se requiere es la construcción de alternativas. Es decir, además de lo que este gobierno está haciendo, ¿cuál es la contrapuesta para la población? 

Por ejemplo, hay un solo tema que la población le reprueba a este gobierno: el económico. Las condiciones muestran que la situación financiera y económica se puede empeorar y el gobierno no tiene la capacidad para dar respuesta, más allá de hacer conferencias únicamente para anunciar refritos o para decir que si se va cubrir el costo del subsidio del combustible se tendrá que despedir empleados públicos. ¡Vaya manera de decir que todo está bien! Por lo que la población tarde o temprano exigirá respuestas a sus problemas y más allá de lo que está haciendo el gobierno, ¿cuáles son las alternativas? 

Esto no pasa por el surgimiento de un semidios o un nuevo caudillo. Frente al individualismo lo que se requiere es una construcción colectiva. Una agenda común que sea capaz de conectar con los problemas de las grandes mayorías para mostrarles que sí es posible vivir en un país con mejores condiciones de desarrollo a la vez que se fortalece la democracia. Una democracia que asegure mejor educación, salud, comida, seguridad, empleo, acceso a agua, pensiones, por mencionar algunos.  Esto implica avanzar en tres ejes fundamentales: un crecimiento sostenible, la construcción de la igualdad y un Estado efectivo. Esta agenda debe ser respaldada por la mayor cantidad y diversidad de actores de la sociedad.  Se requieren alianzas inéditas, pero donde se aprovechen los privilegios de cada uno para luchar por los derechos de las grandes mayorías. Es eso o seguir aplaudiendo y asumiendo los costos del subdesarrollo y del autoritarismo. 

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Ricardo Castaneda

Economista salvadoreño graduado de la Universidad de El Salvador. Posee un máster en Gobierno y Gestión Pública en América Latina de la Universidad Pompeu Fabra/IDEC Barcelona y una maestría en Política Mediática, Mapas y Herramientas de la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesor universitario. Autor de múltiples investigaciones sobre política fiscal, niñez y adolescencia, desarrollo rural, pobreza y desigualdad. Actualmente es economista sénior y coordinador de país para El Salvador y Honduras del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi).

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