Construida entorno a un antiguo pueblo de indios, Tegucigalpa (Honduras) consolidó su círculo poblacional promovido por la política de expansión minera de la Corona Española en América. Para 1578, Juan de la Cueva es designando Alcalde Mayor del Real de Minas de San Miguel de Heredia de Tegucigalpa, con la finalidad de convertirla en centro administrativo que controlara la extracción de yacimientos de plata descubiertos en la zona periférica.
Es difícil ser optimista, en términos ecológicos, sobre el futuro de una ciudad ideada con la finalidad principal de regir una de las actividades humanas más contaminantes como la minería. Las secuelas directas de la misma en los alrededores se mantienen como monumentos de la histórica degradación ambiental de la región minera.
En medio del bosque de pino, en las cercanías del Valle de Ángeles, a unos 45 kilómetros hacia el oeste de Tegucigalpa, se encuentra una zona que aglutina aludes coloridos que “adornan” la travesía que conduce hasta una caída natural de agua conocida como La Golondrina. Décadas después de su abandono, en las minas de Valle de Ángeles y San Juancito, convive casi con inocencia un paradójico paisaje de esplendor natural de bosque mixto madrense y cúmulos de metales pesados, producto del lavado de la plata que por años se aglutinó en las zonas bajas.
Por su condición de Real de Minas, Tegucigalpa no fue construida con la intención de hacer de ella una de las grandes metrópolis coloniales de Centroamérica. Por ello, su plaza central y el conjunto arquitectónico que la rodean son notablemente más austeros (a excepción de su catedral) en comparación con las plazas centrales de otras ciudades centroamericanas como León (Nicaragua), San Salvador (El Salvador) o Ciudad de Guatemala (Guatemala).
El desorden de la expansión urbana ya era un problema para mediados del siglo XIX. La irregularidad del terreno obligó a la gente, en su afán de expansión, a construir una red de repechos. Estos callejones sin salida, que habían surgido del desorden en la Villa, obstruían la fluidez de carruajes que comenzaban a circular. Su alcalde Sotero Moncada trató de dar una solución, como explica Leticia de Oyuela: “abre la cerrada de los Altos de la Hoya (…) y la cerrada del barrio San Francisco, para comunicarla con la nueva calle de la Ronda”[1].
En total, más de 23 casas fueron destruidas para poder unir las calles en vértices urbanos que facilitaran la movilidad entre sus avenidas. Algunos de estos “fósiles urbanos”, en el centro histórico de Tegucigalpa, siguen sirviendo de vías esenciales para la circulación, como el callejón que pasa por detrás de la catedral o las gradas que descienden desde la Biblioteca Nacional hasta el río Chiquito.
Actualmente, la ciudad vive una sofocante política de construcción masiva de obra gris destinada a la circulación vehicular, en un intento por solucionar el problema histórico de la movilidad urbana. Los gobiernos municipales de Ricardo Álvarez y Nasry Asfura pusieron en marcha una destrucción de muchas de las zonas verdes con las que contaba la ciudad. Las medianas de los bulevares más importantes fueron pavimentadas y las aceras peatonales reducidas para dar espacio a un carril más.
Bajo una visión de ingeniería del siglo pasado, Tegucigalpa pretende incluirse tardíamente en la visión ideal de lo que debería ser una ciudad moderna.
Las ciudades pensadas para los automóviles en Latinoamérica se reconstruyeron en la mitad del siglo XX, durante los albores de la industria automotriz y el modelo de producción fordista. Su principal aporte lo hizo Brasil con la construcción de su nueva capital Brasilia, una ciudad que terminó siendo desbordada por el desarrollo orgánico de la actividad humana, rompiendo así sus pretensiones de control absoluto de expansión sectorizada promovida por la individualización del modernismo liberal. Este modelo de expansión urbana pensada para el estímulo del transporte privado terminó convirtiendo a las ciudades en cámaras atestadas de dióxido de carbono nocivo para la vida saludable de sus ciudadanos.
El nuevo enfoque de la ingeniería del siglo XXI, con el objetivo de dar respuesta a la amenaza climática, consiste en sistematizar la alternancia de la obra gris con las zonas verdes, así como el estímulo al uso del transporte público o la utilización de motores híbridos. Pero, en un acto casi risible, Tegucigalpa tapiza las paredes de los pasos a desnivel con alfombras de grama sintética, desaparece lo verde del suelo y coloca piedra triturada de colores e instala en torno a sus calles ornamentos eólicos de metal en lugar de árboles.
En un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), publicado en 2014, el cual mide la contaminación del aire en las ciudades del mundo, Tegucigalpa se llevó el primer lugar de Centroamérica al reflejar datos donde indica que en ella se respiran 58 partículas contaminantes menores a 10 micrómetros.[2]
La ciudad que fue una zona de vientos fuertes y limpios, como detallaba William Wells en 1857, se convirtió ahora en la peor zona para respirar de la región.
Este viajero norteamericano, quien describió la ciudad a mitad del siglo XIX, manifestó que “podría escribirse un libro ilustrado sobre la calidad pura y balsámica de esta atmósfera de altura (…). En los días más ardientes es raro que el calor sea opresivo, y en las épocas más frías a penas si se necesita de calefacción para sentirse cómodo”[3].
El presente es diferente. Sumada a la influencia global del cambio climático, en Tegucigalpa se hizo costumbre, durante la época seca, cubrir la ciudad con una capa apocalíptica de humo provocada por los incendios forestales de los moribundos bosques que aún la rodean, la cual llegó a un punto alarmante en abril de 2020. Fiel a su herencia escolástica, la única solución concreta es la lluvia de mayo que se espera casi con devoción.
El río Chiquito y el río Choluteca, que recorrían la ciudad ofreciendo aguas cristalinas para resolver las necesidades de la cotidianeidad, ahora forman parte de los más contaminados del país. Basta detenerse un momento sobre el histórico puente Mallol o en la parte trasera de lo que en algún momento fueron los bellos jardines de la antigua Casa Presidencial, para observar cómo las agonizantes aguas que le restan, tratan de arrastrar pilas de basura que contienen desde lo común como un bote plástico, hasta colchones de camas, sillas plásticas o televisores descompuestos; vertidos al río sin decencia alguna, mientras el olor fétido obliga a alejarse inmediatamente del sitio.
Son los mismos ríos en los que la gente disfrutaba de las pozas hondas bajo las tardes cálidas del verano, donde los viajeros bañaban sus mulas e incluso eran el lugar perfecto para pescar unos guapotes o mojarras, alimentos comunes en las mesas de los tegucigalpenses de la época, como relató Wells.
Se sabe que los cerros allende al Barrio Abajo siempre estuvieron deforestados, al menos desde el siglo XIX en adelante, lo cual se confirma al ver las fotografías que anexó Ramón Antonio Vallejo a su anuario estadístico a finales del siglo. Probablemente, la inexistencia de árboles se debía a que era la zona inmediata de recolección de leña para las hornillas, de madera para la construcción; y porque sus tierras servían para el cultivo de trigo, maíz y frijol, los cuales necesitan una cobertura total del sol. Quizá este era uno de los factores que influían en la creación de una ciudad azotada por fuertes vientos que alteraban la tranquilidad de la vida cotidiana en Tegucigalpa.
Estos cerros continúan siendo deforestados porque la actividad de quema de leña en hornilla sigue siendo la solución para miles de familias en condición de pobreza, quienes buscan entre los matorrales restantes la leña para cocer sus alimentos.
La OMS alerta que la contaminación del aire representa una amenaza para todos, pero las personas más pobres y marginadas se llevan la peor parte. En su mayoría mujeres y niños, todos los días respiran el humo letal emitido por cocinas y combustibles contaminantes en sus hogares.
“Es necesario adoptar medidas urgentes contra la contaminación del aire”, dijo Piedad Huerta, representante de la OPS/OMS e invitó al Gobierno de Honduras a liderar este esfuerzo en las Américas, implementando políticas y acciones dirigidas a la eliminación del uso de leña y queroseno para cocinar en zonas urbanas”[4].
Los vientos fuertes probablemente continúan horadando el ambiente de la ciudad, pero ahora sería difícil detectar la alteración causada por un ventarrón cotidiano. Lo agitado de la vida se debate entre el caos vehicular, la contaminación extrema y lo complicado que significa ser la sede política de unos de los países más inestables del continente.
Tegucigalpa es el ejemplo claro de las preocupaciones de los ecólogos, quienes llaman a nuestro presente El siglo de la gran prueba. La ciudad está muriendo paulatinamente. El conflicto distributivo del escaso recurso hídrico aunado a los problemas socioeconómicos constituye el mayor reto de cara al futuro.
La ciudad cuenta con dos embalses de agua y seis fuentes superficiales, siendo el más importante el del cerro El Picacho, que brinda más de mil litros de agua por segundo. La zona conforma 395 hectáreas de bosque mixto de pino y encino y además ofrece una vista privilegiada de la ciudad, tanto así que en 1937 Tiburcio Carías Andino ordenó la construcción de un parque y jardín botánico en la zona, bautizado posteriormente en 1946 como parque Naciones Unidas.
La condición propia del cerro lo condenó a ser víctima de ostentosos proyectos residenciales de las élites de Tegucigalpa que vieron el panorama como óptimo para desarrollar una vida tranquila disfrutando de la vista y el bioma. Amenazado por la intrusión humana para la década de los setenta, El Picacho era el vertedero de basura de la población de Tegucigalpa y de los hospitales locales [5].
La zona sigue siendo la más afectada en épocas de incendios. Solo el pasado 20 de marzo de 2020 se estimó que se quemaron más de 10 hectáreas junto al parque Naciones Unidas, desde donde la prensa difundió imágenes impactantes de la labor del cuerpo de bomberos sofocando el siniestro a los pies del monumento nacional conocido como El Cristo del Picacho.
Lamentablemente, para el futuro cercano se visualiza un aumento de la conflictividad por la expansión urbana, que sigue sin ser claramente planificada y sin lograr una visión de desarrollo sostenible para la ciudad. Desde las políticas de reestructuración de finales del siglo XX, en donde el Estado se percibe como sinónimo de precariedad, las pautas para el desarrollo urbano son impuestas por el capital privado, y la governance se encarga de construir las carreteras que exige el movimiento no racionalizado de la gestión privada, plagado de segregación residencial y distribuciones desiguales del acceso a los servicios básicos de subsistencia.
En la imaginación colectiva de la hondureñidad, Tegucigalpa se piensa como una ciudad destinada al colapso ambiental. La pertinencia de historizar sus conflictos ecológicos actuales reside en la capacidad de la ciencia histórica por crear una visión temporal de la cuestión, delimitar el desarrollo de la vulnerabilidad ambiental y romper la consolidación de una cultura que normaliza el desastre ecológico.