Opinión

Fuerza Armada, ¿para qué?

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Mateo Arévalo

Estudiante de la Licenciatura en Ciencias Jurídicas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, y director de publicaciones del Círculo Académico de Análisis Político (CAAP)

Ante este escenario de militarismo, de gestos autoritarios, de desprecio y negación de la historia, de bloqueos, afrentas y atentados contra el Órgano Judicial, de ataques a defensores de derechos humanos y a la prensa, debemos plantearnos seriamente el papel de la Fuerza Armada y de qué tan sana y segura es realmente su permanencia para nuestra débil y frágil, pero, a fin de cuentas, democracia.

Por Mateo Arévalo*

“Feliz la madre costarricense que sabe, al parir, que su hijo nunca será soldado” (Ryoichi Sasakawa) 

Hace unas semanas, el canal de televisión del gobierno (Canal 10) transmitía un spot publicitario que ensalzaba y reivindicaba a la “nueva” Fuerza Armada de El Salvador. Decía, entre otras cosas, que la Fuerza Armada ahora era una institución renovada bajo el liderazgo de su nuevo comandante, Nayib Bukele, quien estaba devolviéndole el honor a una institución que, por décadas, había estado en abandono y que hoy estaba al servicio de la población sin los lastres del pasado. Sin embargo, ante tales afirmaciones, conviene pensar y reflexionar detenidamente, ¿Qué tiene de “nuevo” la Fuerza Armada? ¿Cómo se puede hacer alarde de una supuesta renovación de la institución castrense cuando, a 29 años de terminada la guerra civil, aún no hay justicia para las víctimas del terrorismo de Estado? Y, ¿qué pretende el actual gobierno al alabar a una institución arcaica y en deuda con la justicia y la verdad en El Salvador? 

Ciertamente, la Fuerza Armada es una institución que permanece en deuda con la historia y la justicia en El Salvador. En deuda, pues se ha negado a colaborar con la verdad y la reparación material y moral con las víctimas de los crímenes del Estado durante la guerra, entre ellos, masacres como la del Caserío El Mozote y lugares aledaños, cuya investigación han bloqueado desde el Ministerio de Defensa en múltiples ocasiones. Y en la misma línea de prepotencia e impunidad, el pasado año vimos a la Fuerza Armada bloquear deliberadamente diligencias judiciales, cuando se requirieron cuatro inspecciones de archivos militares que descaradamente obstaculizó el Ministerio de Defensa; así como le ocurrió al Instituto de Acceso a la Información Pública en marzo 2020 cuando intentó acceder a archivos militares relacionados a atentados perpetrados contra la UES entre 1975 y 1995. Tampoco pasó desapercibida la irrupción militar y policial en el Salón Azul de la Asamblea Legislativa el 9F; al igual que no lo hicieron las declaraciones del propio Ministro de Defensa ante la comisión ad-hoc de estudio de reformas a la Constitución, cuando expresó su deseo de la asignación de un rol político para la FAES. 

¿Acaso forma todo esto parte de la supuesta renovación de la Fuerza Armada? Porque más que renovación, parece que el presidente Bukele está empeñado en retroceder en cada avance democrático que se alcanzó con los Acuerdos de Paz, acuerdos que tajante e irrespetuosamente ha menospreciado. 

A pesar de que, desde gobiernos anteriores la FAES ha sido utilizada para labores de Seguridad Pública (que deberían ser exclusivas de la PNC), la Constitución, en su artículo 212, le reconoce la misión de defensa de la soberanía del Estado y de la integridad del territorio; y, extraordinariamente, puede colaborar en el rol que oficialmente corresponde a la PNC. Sin embargo, desde el año 2009, decreto tras decreto, diferentes administraciones del Ejecutivo han continuado prorrogando hasta hoy el uso del Ejército en tareas de seguridad pública. Tan solo en el período 2013-2017, según información del mismo Ministerio de Defensa, pasaron de ser 7,602 efectivos militares cumpliendo tareas de seguridad pública, a ser 13,827. Este aumento sostenido desde gobiernos anteriores, a la par de la exaltación militar por la cual, innegablemente, se ha caracterizado la administración Bukele, enciende las alarmas de la normalidad democrática y evoca épocas y actitudes pasadas de graves violaciones de derechos humanos a causa del empoderamiento y hegemonía de los militares, tanto en El Salvador, como en casi la totalidad de América Latina. 

Y el último acontecimiento, probablemente el que más evidencias ha dejado de hacia el autoritarismo y desprecio por la legalidad y los derechos humanos al que se dirige El Salvador, son los tristes y trágicos sucesos del 1M, cuando la Asamblea Legislativa, en confabulación con el Ejecutivo, atestó un Golpe contra la independencia del Órgano Judicial, destituyendo a los 5 magistrados de la Sala de lo Constitucional, seguido por la destitución del Fiscal General y sus respectivas y antojadizas sustituciones. Con lo cual, el Presidente de la República se hace con el control de otro pilar de la democracia y el Estado de Derecho. En medio del desarrollo de los hechos, quedó evidenciada también la subordinación de las fuerzas represivas del Estado, no a la Constitución como debería ser, sino a la mera voluntad y a los delirios de poder del Presidente Bukele. 

Ante este escenario de militarismo, de gestos autoritarios, de desprecio y negación de la historia; de bloqueos, afrentas y atentados contra el Órgano Judicial; de ataques a defensores de derechos humanos y a la prensa, debemos plantearnos seriamente el papel de la Fuerza Armada y de qué tan sana y segura es realmente su permanencia para nuestra débil y frágil, pero, a fin de cuentas, democracia. 

Por ello, a la luz del rol constitucional de la Fuerza Armada, se ha de analizar, siendo El Salvador un país tercermundista, de reducido tamaño, sin grandes recursos naturales que explotar, y sumido en la pobreza, ¿de qué forma se ve amenazada nuestra soberanía e integridad territorial? ¿De qué sirve invertir en un cuerpo militar si nuestro país está extremadamente lejos de verse envuelto en un conflicto bélico con otros Estados? Contrario a dichos escenarios, ahora pareciera que el Ejército es usado como una especie de “cuerpo de usos múltiples”, para justificar su existencia; sin embargo, para repartir paquetes alimenticios y poner tarimas para actos partidarios, francamente, no se necesita ni fusil, ni tanques, ni formación militar. 

Finalmente, pareciera que deberíamos ser los jóvenes, las nuevas generaciones a través de la formación académica y la toma de conciencia social, quienes habrán de impulsar los cambios estructurales y progresistas que urgen en nuestro país para avanzar en paz y democracia, donde dejemos de gastar en ejércitos, y comencemos a invertir en bienestar. Debemos pues, nosotros, comenzar a cuestionar y debatir: la Fuerza Armada, ¿Para qué y para quiénes?

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Mateo Arévalo

Estudiante de la Licenciatura en Ciencias Jurídicas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, y director de publicaciones del Círculo Académico de Análisis Político (CAAP).

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