Por Tania Primavera/@TaniaPreza
El pájaro que no conozco, canta triste otra vez. Ya llevo años escuchándole. Desde el santuario de la memoria. Buscando en mi biblioteca personal, reviso mis memorias. Ahora pareciera que estoy en blanco. El hielo me alcanza. Tengo frío. Y me acuerdo de Sunatlán, en la novela Catleya Luna, de Salarrué… No es Sunatlán. Esto es real, o no tiene que serlo totalmente. Voy a revertir este frio, pues ese nombre me recuerda a Sonsonate, no sé porqué.
Abro la puerta. Sale el aire que debe salir. Prefiero imaginar. La realidad muchas veces no quiero aceptarla ni entenderla. Soy la extraña. La que quiere sus trenzas por mucho tiempo, mas por filosofía, por respeto, por conexión con las abuelas que no tengo, y las abuelas sabias que hablan aún el náhuat-pipil.
Tuve una abuela morena, ojos cafés; otra rubia, ojos verdes. Una, sus manos hicieron tortillas para vivir, sus ojos fueron consuelo y luz de amor, aunque no la vi nunca. Otra, canasto y equilibrio, caminando entre los pueblos de Sonsonate, comercio de condimentos y especias sin preservantes, mi primer contacto con las plantas y sus componentes, mi contacto mas cercano con esa musa de las especias, Elena, mi abuela.
Sonsonate también me vio caminar. Subir al cementerio a jugar. Pasar por la casa de Fayín, el niño que se convirtió en Sagatara. Pasar y ver curiosa la antigua estación de trenes pasar el tiempo. Era poco el tiempo que tenía de conocer a mi abuela, pero estuvimos un año ahí, era Sonsonate o lugar de los cuatrocientos ojos de agua ¡qué nombre! En náhuat es ese significado.
Las tardes después de quitarme el uniforme blanco, había que limpiar la casa, que creo que era una “casa tomada” pues no sé si tenia dueño. El piso debía quedar perfecto, no había tiempo para ver la TV blanco y negro, había qué hacer y mucho. Después de hacer limpieza, nos preparábamos en el suelo para poner todos los materiales. Encender el fuego, sacar el carbón, ponerlo en la plancha antigua de hierro, eso nos servía para sellar las bolsitas y engraparlas en los cartoncitos.
Muchas veces, Elena, se iba tarde, casi al atardecer, rumbo a los barrios vecinos, o a otros pueblitos como Nahuilingo, Nahuizalco, Izalco, u otros. A ver si lograba vender en las tienditas u otros lugares. Regresaba noche, de lejos recuerdo su silueta con el canasto subiendo la cuesta del barrio Mejicanos.
Escasas veces fui con ella; nosotras con Xocilt, hacíamos las bolsitas de achiote, de relajo, de pimienta gorda, clavo de olor, laurel, romero y muchas otras. Íbamos a la tienda de la niña Orbe, en el Mercado por los encargos de la abuela “blanca”.
Ella era algo racista, recuerdo que me decía -quienes tienen orejas pegadas, son indios!- …mmm, entonces ¿yo? Sí las tengo pegadas abuelita, ¡soy india! le decía bien feliz. –¡No!- me regañaba casi. Yo no la entendía. Nunca me habló de la matanza de 1932. Ella había nacido en Chalchuapa, entre los cafetales, en la finquita de la abuela Concepción, de ojos casi color aqua, según Alice. Pero ahí, ese es otro árbol que no conozco bien, de donde venÍa su familia. Esa es otra gota.
Había un jardín silvestre y una ventana con vista desde la casita de adobe donde nos acogió la abuela fuerte, trabajadora, educada. Nunca recuerdo un grito, un golpe; siempre recuerdo su amor y refugio. El sol ardiente, el calor presente de ese lugar.
Era la hora de ir al “ojo de agua”. Llenábamos las pichingas de galón. Pero antes, caminábamos con Xocilt, las dos niñas por la vereda en risco del río, limpio, buscando el lado más cercano a su nacimiento. Ahí imagino esos cerros en pendientes, con los ojos cerrados, los campos de margaritas amarillas y blancas. La señora que hacía el atol de elote más rico de todos. El trabajo era llenar la gradita de la cocina de la casa con pichingas de esa agua. Varias veces bajábamos al río. También a lavar. Eran bellas las piedras de ese río para lavar. Pero también íbamos para traer el agua, néctar sagrado, el más importante. Queríamos tener bastante agua.
Me bañaba a veces tras la piedra, presentes las flores mulatas, amarantos y otras florecillas silvestres, los bueyes testigos a lo lejos. Esperábamos la visita de Alice. Fue por una vuelta al sol, no estuvimos tanto tiempo ahí. No tengo nada más que la memoria. Voy donde la brisa sea generosa, y si es posible, regresar al río y encontrarme en la poza honda, sumergirme y regresar a esa casa, ahora en ruinas.
El pájaro que no conozco, dejó de cantar.
Tania Primavera Preza: Integrante del Consejo Editor de la Revista Trasmallo. Ha participado en jornadas lúdicas con jóvenes utilizando el “Juego Los Izalcos” sobre cultura ancestral indígena, la edición de exposiciones museográficas, producción de cápsulas radiales, publicaciones y talleres con jóvenes sobre derechos humanos y memoria histórica. Actualmente es responsable del Área de Comunicaciones del Museo de la Palabra y la Imagen, y conduce junto a un equipo del MUPI la Red de Jóvenes en Defensa de los Derechos Humanos. Desde agosto de 2014, es autora del audio espacio Entrevistas EN OFF en www.contrapunto.com.sv